Adaira nunca creyó en el amor, después del dolor tras la pérdida de su padre, acostumbrada a ver relaciones rotas y promesas incumplidas. sus ojos se cruzaron con los de Rodri. Adaira comenzó a ver que el amor verdadero puede surgir en los lugares m...
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A las seis de la mañana, algo en mi interior me obliga a abrir los ojos. Siento un peso en el pecho, una presión que se ha vuelto casi constante, pero que hoy se siente más presente que nunca. Sin pensarlo demasiado, decido levantarme. El silencio en la casa me resulta abrumador, opresivo. Solo escucho mi propia respiración y el murmullo de pensamientos que intentó callar.
Miro por la ventana; el cielo todavía está oscuro, apenas se insinúa algún rastro de luz en el horizonte. Me pongo ropa de deporte, unos auriculares y busco un álbum al azar en Spotify. Heráldica. No sé por qué, pero su música se siente como el acompañamiento perfecto para mi estado de ánimo.
Salgo de la casa en silencio, sin despertar a nadie, y al sentir el aire fresco de la madrugada, cierro los ojos y respiro hondo. Al menos, aquí fuera puedo respirar. Empiezo a correr, primero despacio, sintiendo el suelo bajo mis pies, el frío en mi piel, los latidos acelerándose con cada paso.
La música llena el espacio vacío que siento por dentro, pero no logra borrar los pensamientos que comienzan a surgir, como siempre. No recuerdo la última vez que me sentí genuinamente feliz. Todo se ha vuelto pesado, casi insoportable. Mi hermano es el único que parece darme un respiro de este vacío, pero incluso él ha empezado a notar que no estoy bien. La última vez que intenté hablar con mamá, apenas me escuchó. Su indiferencia me dolió más de lo que quiero admitir.
Pero no puedo derrumbarme, pienso, mientras acelero el paso. Tengo que estar bien, por él. Solo por mi hermano. Es la única razón que me impulsa a seguir.
Sin darme cuenta, recuerdo el partido de anoche. No tenía ningún deseo de ir, pero él insistió tanto... “Por favor, Adi, te prometo que te va a gustar”, dijo con una sonrisa. Así que fui, solo para no quitarle esa alegría. Al final, fue todo lo que esperaba: la multitud, los cánticos ensordecedores, esa marea humana que me hacía sentir todavía más pequeña y perdida.
Y fue en medio de esa masa de gente que lo vi. Rodri. El chico al que, sin querer, le tiré la bebida encima al tropezar. Qué vergüenza. Ni siquiera sé cómo logré disculparme.
Su voz era cálida, diferente de todo lo que suelo escuchar. Y me descolocó. Quizás hasta fue eso lo que hizo que aceptara su oferta. Nos dijimos los nombres casi en un susurro, en medio de aquella multitud, como si quisiéramos asegurarnos de que uno recordaría al otro.
Y eso fue todo. Una sonrisa y un par de palabras sueltas antes de que la marea de gente nos separara. Apenas unos minutos, pero la calma en sus ojos quedó grabada en mi mente. Ahora, mientras corro y el sol comienza a asomarse, no puedo evitar volver a ese momento. Algo tan sencillo y, sin embargo, me resulta casi… reconfortante.
Sigo corriendo hasta que mis piernas empiezan a arder y la respiración se me entrecorta. Para cuando me doy cuenta, el cielo ya está completamente iluminado, el mundo despierta poco a poco. Pero mi mente, aunque sigue algo nublada, al menos está más en calma. Bajo el ritmo y regreso a casa, sintiendo el sudor frío sobre la piel y los latidos todavía acelerados.