Capítulo 4: Resurgir

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Después del dolor, llegó la aceptación. No una aceptación fácil,  no  una  que  borrara  el  dolor,  sino  una  que  le  permitió  a  Percy  respirar  de  nuevo,  aunque  fuera  con  el  pecho  oprimido  por  la  pena.  Era como una niebla que se disipaba lentamente, dejando atrás un cielo gris, pero con la promesa de un sol que volvería a brillar.

Las  pesadillas  aún  lo  visitaban,  pero  ya  no  tenían  el  mismo  poder  sobre  él.  Se  había  acostumbrado  a  despertar  con  el  corazón  en  la  garganta,  pero  ya  no  le  atemorizaba  tanto  la  sensación.  Se  había  convertido  en  un  recordatorio  constante  del  dolor,  pero  también  un  recordatorio  de  su  propia  fortaleza.  Era como una cicatriz que ya no dolía al tacto, pero que le recordaba la herida que una vez lo había marcado.

Percy  empezó  a  encontrar  consuelo  en  las  cosas  simples.  En  la  risa  de  Estela,  en  las  conversaciones  con  su  madre,  en  el  aroma  a  café  de  la  mañana.  En  los  pequeños  momentos  de  felicidad  que  se  escondían  entre  la  tristeza,  como  pequeños  rayos  de  sol  que  atravesaban  las  nubes  grises.

Su  madre,  Sally,  se  había  convertido  en  su  roca  en  esos  momentos  difíciles.  Ella  siempre  estaba  ahí  para  él,  con  un  abrazo  cálido  y  unas  palabras  reconfortantes.  Ella  le  había  enseñado  que  el  amor  era  la  fuerza  más  poderosa  del  mundo,  un  amor  que  podía  sanar  las  heridas  más  profundas.

En la universidad, sus compañeros de clase,  sin conocer su pasado, se convirtieron en una fuente de apoyo invaluable.  Las conversaciones sobre temas triviales, las risas en los pasillos, el compartir un café entre clases,  le brindaron una sensación de normalidad que él necesitaba tanto. Se dio cuenta de que la amistad, con su sencillez y su autenticidad, podía ser un bálsamo para el alma.

Percy se esforzó por encontrar un trabajo que le permitiera ayudar a su madre y a su hermana. Consiguió un puesto de voluntario en una fundación que ayudaba a niños con necesidades especiales. Le encantaba trabajar con los niños, ver sus sonrisas, escuchar sus historias. Era como una terapia para él, una forma de desviar su dolor hacia algo positivo.

Por las noches, para complementar sus ingresos, Percy consiguió un trabajo en un acuario local. Le encantaba el mundo marino, la tranquilidad y el misterio de los océanos. El ambiente del acuario le recordaba a su hogar, a su conexión con el mar,  a su padre, Poseidón.  Era un lugar que le brindaba una sensación de paz.

Su trabajo consistía en cuidar de los tanques, alimentar a los peces y limpiar las instalaciones.  La tarea  era sencilla, pero le proporcionaba  un ritmo y una rutina que le ayudaban a mantener la mente ocupada.  En esos momentos,  se dejaba llevar por la belleza de las criaturas marinas, la danza de las medusas, la majestuosidad de los tiburones, la gracia de los peces loro.

Las noches en el acuario se convertían en un ritual de calma.  La  luz  azulada  de  los  tanques  creaba  una  atmósfera  mística  que  le  permitia  escapar  a  sus  pensamientos.  Observaba  a  los  peces  nadar  con  gracia  y  elegancia,  y  se  dejaba  llevar  por  la  tranquilidad  del  agua.  Era  como  un  meditación  submarina  que  le  ayudaba  a  encontrar  un  poco  de  paz  interior.

Una noche, mientras limpiaba el tanque de los tiburones,  un pequeño pez se acercó a la pecera.  Percy lo observó con curiosidad,  notando la mirada llena de asombro de la pequeña criatura.

Percy se agachó y observó al pez, un pequeño pez plateado que nadaba con gracia en la inmensidad del tanque.  Sus ojos brillaban con una luz que parecía reflejar la luna que se asomaba por la ventana.  Era una criatura frágil, llena de vida,  y de repente Percy sintió una conexión con ella.

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