Capítulo I. En Camino

1 0 0
                                    


Respiro, sale el aire por mi boca y lo compruebo. Vivo. Abro los ojos, el amargo sabor de la saliva matutina se aminora con el olor a suavizante de las sábanas que calma mis inmediatas ansiedades, tic tac-tic tac suena tan fuerte el movimiento de las manecillas que compite con el batir de mi corazón que se emociona al saber que hoy tendré respuesta de la editorial para hacer mi investigación... O no.

Ruedo lentamente sobre la cama, sin ganas. Las sábanas todavía frías envuelven mis piernas tibias. Me dejo llevar por la emoción sintiendo el sencillo placer de la absoluta comodidad. Aún no despierta mi cuerpo del todo. Sigo rodando entre la tela y el colchón y caigo de un golpe al suelo. En el espejo mental que es la memoria visualizo el madrazo y río por dentro, debí haberme levantado dos horas antes para hacer ejercicio. Esta constante espera me tiene con el cerebro quebrado.

La mal-di-ta espera.

Humillada por un enorme trapo de algodón hace apenas minutos, la mínima dignidad que aún queda, me ayuda a incorporar la humanidad. Sentada en el piso, a un costado de la cama. Casi sin ropa. Pongo las nalgas sobre el suelo frío y me transporto a la nada casi de inmediato a través de la meditación. Ahí viene, rápido, el recuerdo de Emilia, la hija de la arqueóloga Inés Parra comentando esa teoría de su madre sobre los pueblos originarios y su relación con el mito del último contingente que acompañara a Topiltzin en su ruta al sureste, la cual nos lleva a las coordenadas 20° 10' 40.22" de latitud norte y 92° 22' 12.82" en medio de la nada en un lago de Champotón. Ahí comenzó todo.

––¿Y crees que vamos a encontrar algo bueno? Pregunto a Emilia quien muy joven pero ya con la responsabilidad sobre sus hombros, contesta.

––No lo sé Jade, mamá dejó estas coordenadas escritas para ser rastreadas pero honestamente no sé cuál sea la intención o qué es lo que pudiéramos encontrar, el problema principal es que para llegar ahí necesitamos una investigación que nos arroje al punto, no es solamente la empresa ociosa de llegar a ver qué hay.

––¿Y por qué no?Cuestiono insistente.

––Porque nadie que tenga dos dedos de frente te va a comprar la teoría de que ahí está la balsa en la que se inmoló Quetzalcóatl, sencillamente son metáforas, de que hay algo ahí, hay ¿Qué y por qué? Esa es la pregunta.

––¿Y qué necesitaría yo si quisiera hacerlo?

––Dinero, tiempo y ganas de insistir hasta que consigas cómo financiar la búsqueda.

––¿Y si escribo una novela?

Emilia levantó los hombros, me miró y soltó una carcajada. Volvió a lo suyo y yo corrí a buscar una máquina. En ese tiempo redacté varias de las historias que Emilia tuvo que vivir mientras retoma la investigación de su madre en el lejano pueblito de La Venta, Tabasco.

Siete años después y tres de haber salido "La Estela de Jade", la editorial que me ayudó a publicar la primera vez, apostó por este proyecto nuevamente y ahora sí, hoy sabré si esta segunda parte será viable y al fin tendré el dinero para poder ir a buscar las dichosas coordenadas.

Suena el timbre, me incorporo como estoy, semidesnuda, camino rápido a la puerta. Asomo un ojo por la mirilla, es Mariana. Abro. Tiene en las manos varias bolsas y una charola con vasos.

Le ayudo, rápido dejamos todo en la barra, ella me toma por la cintura y comenzamos a besarnos. Primero lento para reconocer nuestros labios, luego rápido e intenso para denotar la cachondez y al final, frenéticamente para dejar en claro la calentura que nos causamos. Amo las caderas de esta mujer, el olor de su vagina, el sabor de su interior al sentirla mojada con mis dedos. Hace que me estalle la cabeza y sienta la necesidad de estar con ella.

El Viaje de JadeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora