Capítulo 7

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Año 1.504, abril – 510 años antes


Caeli llegó a Turín de noche, cuando las estrellas ya iluminaban el cielo nocturno. El viaje había sido algo más duro de lo esperado, con una fuerte tormenta a medio camino. Por suerte, las nubes habían acabado de descargar la lluvia y las rachas de viento habían cesado, permitiéndole así realizar el último tramo con algo más de calma. Lamentablemente, estaba tan empapada y congelada que no veía la hora de detenerse frente a una hoguera a intentar entrar en calor.

El padre Piero tenía razón al decir que el camino era peligroso. A pesar de no haberse quitado la capucha en ningún momento, Caeli se había sentido vigilada. Además, un par de jinetes la habían seguido durante largo rato, hasta el inicio de la tormenta, con dudosas intenciones. En varias ocasiones le habían gritado que se detuviese y que fuera con ellos a una de las posadas, que la lluvia era inminente, pero Caeli había preferido ignorarles. Si algo le había enseñado el padre Piero a lo largo de aquellos años era que tenía que cuidar de sí misma, y tenía la lección grabada a fuego en la memoria.

La mensajera recorrió toda la ciudad a través de la avenida principal, agradecida por ver de nuevo gente. No había demasiada, pero sí la suficiente como para no sentirse sola. Había gente entrando y saliendo de las casas, y otra tanta paseando por la calle. En general el ambiente era tranquilo, con los negocios ya cerrados y las últimas horas de actividad llegando a su fin, por lo que se apresuró a cabalgar lo más rápido posible. Lo único que sabía era que su objetivo se encontraba en lo alto de una colina, en una gran fortaleza, y tras unos minutos de búsqueda, logró al fin localizarlo.

Recorrió el empinado camino de tierra que conectaba la ciudad con el castillo del duque de Turín con cuidado, esquivando los charcos, hasta lograr alcanzar la entrada de la muralla, la cual siempre estaba abierta. Una vez en el patio, desmontó del caballo y tiró de él hasta la entrada principal, donde dos soldados uniformados de rojo y de aspecto cansado la custodiaban.

Caeli se acercó a ellos para mostrarles su identificación con cierto nerviosismo. Siempre le imponía tratar con adultos a los que no conocía.

—Buenas noches, caballeros —dijo—, mi nombre es Caeli y soy la mensajera del conde Donato Marino. Tengo que entregar un mensaje importante para el duque Aurelio Leone.

—Un mensaje, ¿eh? —respondió uno de los guardias, y extendió la mano enguantada—. De acuerdo, entrégamelo: yo mismo se lo daré.

La niña miró su mano por un instante, sorprendida ante el gesto, y se apresuró a negar con la cabeza. Las órdenes del conde habían sido claras: debía leer ella misma el mensaje.

Sintió un nudo en la garganta.

—Oh, lo siento, pero no puedo, tengo que dárselo yo misma.

—¿Tú misma? —contestó el soldado con sorpresa, retirando la mano, y negó con la cabeza—. Entonces tendrás que esperar hasta mañana, niña: es muy tarde. A estas horas, el duque no quiere ser molestado.

—Pero es importante —repuso con preocupación—. Verá, el conde...

—Me da igual el conde, jovencita —insistió el soldado, cortante—. No puedes entrar, sin más. Vuelve mañana... y no insistas, o me veré obligado a echarte.

Caeli agachó la mirada, dándose por vencida, y asintió con amargura. Se sentía decepcionada consigo misma. Se había marcado como objetivo entregarle el mensaje aquella misma noche, para poder partir al día siguiente a primera hora, pero no había logrado cabalgar lo suficientemente rápido. La tormenta la había entretenido... y también las dos horas que había permanecido oculta tras un árbol, creyendo que un viajero la perseguía. Había actuado guiada por el instinto, tal y como le había enseñado el sacerdote, pero se había equivocado. En realidad, nadie la perseguía, por lo que había sido tiempo perdido.

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