El dolor del pasado

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México entró en la cafetería buscando un poco de paz y un buen café después de una jornada intensa. Pero lo que encontró cambió el curso de su día de una forma que nunca hubiera imaginado. Al pasar junto a los baños, escuchó un sollozo ahogado que provenía de uno de los cubículos. Sin pensarlo demasiado, tocó suavemente la puerta, sintiendo una extraña preocupación en su interior.

—¿Hola? —preguntó en un tono bajo, tratando de no sonar invasivo—. ¿Estás bien?

Por un momento, el silencio fue total, seguido por un suspiro entrecortado. Finalmente, la puerta se entreabrió, y, para su sorpresa, México se encontró con los ojos enrojecidos de Colombia, quien sostenía unas tijeras en su mano temblorosa. Su expresión estaba llena de dolor y desesperación, una mezcla de emociones que México nunca había visto en él. Ese hombre que siempre se mostraba fuerte y distante ahora parecía quebrado.

—México... —murmuró Colombia con voz ahogada, tratando de recuperar la compostura, aunque era evidente que estaba perdiendo la batalla.

México sintió un nudo en el estómago al ver la mirada de Colombia. Sin decir nada, con movimientos suaves, extendió la mano hacia él, quien, después de unos segundos de duda, dejó caer las tijeras en su palma. México las guardó en su bolsillo y lo miró con calma, sin juzgar, sin cuestionar.

—Colombia... —dijo en un susurro—, ¿quieres hablar de esto? No tienes que cargar con todo solo.

Colombia permaneció en silencio por un momento, mirando al suelo, como si las palabras se le atorasen en la garganta. Pero luego, quizás por el alivio de haber sido descubierto o tal vez por la calidez en la voz de México, comenzó a hablar, con una mezcla de ira, tristeza y dolor.

—Perdí a mis padres, México. —Su voz era baja, llena de amargura—. Mi padre, Gran Colombia... y mi otro padre, el Imperio Brasileño... murieron por mí, tratando de protegerme. Y desde entonces, he tenido que cargar con sus recuerdos, sus ideales, y, sobre todo, con el peso de cuidar a mis hermanos.

México lo escuchó en silencio, dándole el espacio necesario para desahogarse. Poco a poco, Colombia comenzó a soltar la angustia que había guardado dentro durante años.

—Mis hermanos... —continuó, con voz temblorosa—. Ellos me culpan, México. Me acusan de la muerte de nuestros padres. Dicen que fui yo quien los llevó a pelear, a perder sus vidas. Y, tal vez... —tragó saliva, mirando hacia el vacío—. Tal vez tengan razón. Tal vez todo esto es culpa mía. Por eso ellos nunca confían en mí, por eso quieren llevarse a Imsil... para "protegerlo" de alguien como yo.

México sintió cómo su corazón se apretaba al escuchar aquello. Esa carga, esa responsabilidad, había moldeado la coraza que Colombia llevaba día tras día, la frialdad y desconfianza que usaba para protegerse del dolor de ser herido nuevamente. México comprendió, en ese momento, que Colombia no era frío por elección, sino por necesidad.

—Colombia, mírame —dijo México, acercándose con cautela hasta quedar frente a él. Colombia lo miró, su rostro reflejando el dolor que siempre había ocultado de los demás—. Nadie puede juzgarte por algo que ocurrió en medio de una guerra. No tenías el poder de decidir el destino de tus padres. Ellos eligieron defenderte porque te amaban, porque eras importante para ellos. No puedes cargar con esa culpa.

Colombia bajó la mirada, sintiéndose vulnerable como nunca. Estaba acostumbrado a guardar sus emociones, a mantener a los demás a distancia, pero en ese momento, con México frente a él, sintió una calidez que lo hizo ceder, al menos un poco. Sin darse cuenta, dejó escapar algunas lágrimas más, y México, sin dudarlo, le ofreció un pañuelo.

—A veces siento que todo el mundo me da la espalda —confesó Colombia, limpiándose las lágrimas con un gesto inseguro—. Mis hermanos solo ven en mí a alguien que cometió errores. Y, a veces... —hizo una pausa, mirando sus propias manos—. A veces yo mismo creo que no soy digno de cuidar a Imsil, que estaría mejor sin mí.

México negó suavemente con la cabeza y puso una mano en su hombro, transmitiéndole una calma que Colombia no había sentido en mucho tiempo.

—Eres un buen hermano, Colombia. —La voz de México era firme y sincera—. Imsil te adora, confía en ti porque sabe quién eres en realidad. Y yo... —dudó un instante, pero continuó—. Yo también lo veo. Sé que detrás de esta coraza que llevas hay alguien que ha luchado, alguien que ha sacrificado mucho y que merece ser feliz.

Colombia lo miró fijamente, tratando de comprender por qué México estaba dispuesto a escuchar, a comprenderlo, incluso después de haber visto su lado más vulnerable. En ese momento, sintió que México estaba cruzando una barrera que nadie antes había cruzado, una barrera que él mismo había puesto para protegerse. Sentía que, aunque fuera solo por un instante, México lo había visto tal como era, con todas sus heridas, su dolor y su fragilidad.

—Gracias... —susurró, sintiendo una extraña mezcla de alivio y vergüenza—. No sé por qué te estoy diciendo esto. No suelo hablar de estas cosas... y mucho menos con alguien que apenas conozco.

—Quizás porque necesitas hacerlo —respondió México con suavidad—. Y porque no tienes que soportar todo solo, Colombia. A veces, abrirse a alguien ayuda a sanar.

Ambos se quedaron en silencio por unos momentos, sumidos en una paz extraña, pero reconfortante. Colombia sintió que, por primera vez en mucho tiempo, el peso sobre sus hombros era un poco más ligero. No estaba listo para abrirse completamente, pero en ese momento, sintió que no tenía que hacerlo todo de golpe. México estaba ahí, dispuesto a escuchar y, por alguna razón, eso le bastaba.

Antes de que se fueran, México se volvió hacia él, con una sonrisa amable y un toque de humor para aliviar la tensión.

—Por cierto, no te imaginas lo mal que me habría sentido si te hubiera encontrado en otro lugar que no fuera una cafetería —dijo, guiñándole un ojo—. No olvides que tu café sigue siendo la razón por la que volví a buscarte.

Colombia soltó una risa breve, una risa que apenas alcanzó sus labios, pero que a México le bastó para saber que había logrado hacerle olvidar el dolor, aunque solo fuera por un momento.

Mientras se despedían, México le dio una última mirada comprensiva.

—Recuerda, no tienes que enfrentar tus batallas solo, Colombia. No quiero ser intrusivo, pero... si algún día necesitas hablar o simplemente un café, ya sabes dónde encontrarme.

Colombia asintió, aún con la mirada baja, pero en sus ojos se reflejaba una chispa de gratitud. Sabía que esa conversación sería difícil de olvidar, y que México, con su calidez y comprensión, se estaba convirtiendo en un refugio inesperado, en alguien que, tal vez, podría ayudarlo a cargar con las heridas de su pasado.

Y mientras se alejaba, México se dio cuenta de que esa conexión que estaba naciendo entre ellos era más profunda de lo que había anticipado.

el cafe que nos unio [mexco] colombia x mexicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora