El poder afrodisíaco de la Coca-Cola

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20 de marzo de 1997

Hoy he recibido una llamada de Hassan en la oficina. Hassan... Hace dos años que no sé nada de él.
«Cabrona -es lo primero que me ha dicho-, desapareciste del mapa. Pero ves cómo sé donde encontrarte. Tengo que ir a Barcelona esta semana, para mi periódico. Me gustaría verte.» Hassan...
Tuve una relación de dos años (no seguidos) con Hassan. Tenía (¿tiene todavía?) una predilección especial por introducirme en la vagina botellas vacías de Coca-Cola de 25 el. Primero me las hacía beber y luego... No sé a qué se debe esa obsesión por la Coca-Cola, mejor dicho, por la botellita. Creo que debe de tener complejo con su pene que, la verdad sea dicha, no tiene grandes cualidades ni morfológicas ni artísticas.
Aparte del sexo, hablábamos poco, pero compartíamos los textos de El Principito de Saint-Exupéry, y sueños sobre lo que debía ser una verdadera historia de amor, suspirándonos el uno al otro. Pero siempre he sabido que no era mi historia de amor. Él es marroquí y yo francesa. Y de alguna forma me tenía como amante para sentir que jodia a toda Francia y su colonialismo.
Así que hoy, nada de sexo, pero una llamada y buenas perspectivas...
22 de marzo de 1997
Hoy, cuando he salido de mi casa, he visto a un tipo en la calle, y sólo con dos miradas, decidimos hacer el amor. Una vez en la habitación de un aparthotel de la Vía Augusta, me coge en sus brazos y me lleva hasta la cocina donde me deposita encima del mármol de la encimera, con sumo cuidado, como si fuera una muñequita de porcelana. Al principio, no se atreve atocarme. Pero luego, me quita la camiseta de algodón, mojada de sudor, y se la acerca a la cara. De repente, se ha puesto a respirar muy profundamente y a oler la camiseta poco a poco, cada centímetro de tejido, cada milímetro de hilo. Inspira intensamente. Yo no he podido evitar mirarle, divertida al descubrir este principio de fetichismo que no había sospechado. Tiene gotitas de sudor en la frente que brillan como perlas y se mueren a la entrada de sus cejas. Me acerco a él, suavemente, y empiezo a pasar delicadamente mi lengua sobre cada una de ellas, bebiendo de él. Puedo sentir su respiración cerca de mi mejilla; su ritmo no es constante. La excitación me aprieta el vientre y mis muslos se contraen inevitablemente. Ya no tengo control sobre mi cuerpo. Me siento de repente perturbada, mi cuerpo pide a gritos que le arranquen la piel para poder fundirse con este desconocido. Se agacha un poco, y empieza a buscar debajo de mi falda, hasta encontrar el elástico de mis bragas. Pienso enseguida que su intención es quitármelas, obviamente. Pero no es así. Levanta la falda y aparta las bragas de un lado. Me toma así, buscando en cada momento mis ojos, analizando todas las reacciones de mi cara, todas las expresiones de mi rostro.
Cuando nos separamos en la calle, no le quiero pedir su número de teléfono. Tampoco él tiene intención de dármelo. No suelo comprometer un encuentro como éste con promesas de volver a ver a un hombre. Repetir con un desconocido no me interesa. Prefiero encontrar a otro en la calle.

23 de marzo de 1997

Hoy llega Hassan a Barcelona. Nos citamos en el hotel Majestic. -Ven a las siete de la tarde. Pide la llave en recepción y sube directamente. Yo llegaré un poco más tarde. Por favor, discreción. Iré con mis guardaespaldas. Así que, bueno, tú ya sabes -me dice por teléfono durante la mañana.
Cinco minutos antes de la hora prevista, estoy ya en el hotel. Pido la llave y subo en el ascensor, donde unos hombres de negocios extranjeros y obesos me hacen bailar hasta encontrar un rincón donde colocarme y casi me aplastan una vez dentro. La sola imagen de tanta carne llena de colesterol me provoca náuseas. Seguro que no pueden tener una vida sexual plena. Además, este tipo de personajes suele dejarte toda empapada de sudor porque transpiran como cerdos.
Al llegar al piso salgo del ascensor, no sin antes sentir por parte de los cerdos un completo repaso visual de la cintura para abajo, con insistencia descarada en el trasero. Si siguen así, me los llevo a todos a la habitación, aunque tengo algo mejor que hacer.
Abro la puerta del cuarto, tiro de las cortinas para dejar pasar un poco de luz natural y, acto seguido, me dirijo hacia el minibar con la firme intención de retirar todas las botellas de Coca-Cola de 25 el. Hoy no estoy de humor para una nueva sesión sadomaso, aunque sea light. En cambio, estoy dispuesta a hacerle mi mejor striptease, con una sofisticada danza del vientre, pero sin velos. Los momentos previos a una cita me ponen muy nerviosa. Enciendo el televisor y me pongo a hacer zapping al ritmo de los latidos de mi corazón, hasta quedarme dormida. Me despierta el ruido de la puerta. Es él.
-¿Todavía no estás desnuda? -me pregunta con tono de reproche.
Él striptease que había planeado se fue al carajo. Me hace el amor en silencio como jamás me lo había hecho antes, en la alfombra de la habitación. Cambiamos muchas veces de postura, como 22 para compartir la incomodidad del suelo, las cosquillas que producen los pelos de la alfombra. Me vienen a la mente los millones de ácaros que estaremos aplastando; sólo ese pensamiento me hace estornudar durante unos minutos. Hassan me saca de ese zoo mi- croscópico lamiéndome todo el cuerpo y me sorprende el tiempo que se toma para verme gozar, olvidándose de él por completo. Es su particular manera de reencontrarnos, sin tener que hablar, después de tanto tiempo. Empiezo a creer que es cierto que determinadas personas, como el buen vino, van mejorando con los años.
-Me recuerdas a una amiga actriz, con quien mantuve una relación -me dice, acariciándome el pelo, después de haberme mojado toda la barriga con su semen-. Siempre me decía: «¡Tú no sabes la de kilómetros de pollas que me he comido para poder hacerme famosa!».
Y se echa a reír. -¿Una actriz marroquí? Me confirma que sí con la cabeza, mientras aspira una calada del cigarrillo que acaba de encender. Me lo pone luego entre los labios, aunque nunca me ha gustado sentir el filtro mojado por otro. Lo acepto de todos modos.
-¡Qué fuerte! En Europa, lo puedo entender, pero en Marruecos. ¿Y qué tiene que ver eso conmigo? -pregunto, entre seria y sonriente, apoyada en el codo izquierdo.
-Nada. Sólo que me recuerdas a ella. No sé. Me ha venido su cara a la cabeza. Después de una felación improvisada, calculo que si la media del miembro de los hombres es de doce centímetros, para superar el kilómetro y alcanzar unos miserables 1,2 kilómetros, tengo que hacerlo con diez mil hombres. O bien, diez mil veces con el mismo hombre. Esta segunda opción no me gusta demasiado. Tiene más mérito hacerlo con diez mil hombres. Me quedaré con esta hipótesis.
-Joder con tu amiga, Hassan!
-¿Qué pasa con ella? -pregunta, todavía con las piernas abiertas y las manos reposando sobre los testículos.
Me encojo de hombros y me levanto para ir al baño. Me siento pegajosa, quiero quitarme el semen que llevo encima del cuerpo con papel higiénico, y luego, pegarme una ducha.
No quiero quedarme a dormir con él esta noche. Tengo que levantarme pronto y cambiarme de ropa porque debo asistir a una reunión importante. Cuando mi amante cae dormido, me marcho sin hacer ruido. Siempre me voy como un gato.
Diez mil hombres. Un día, haré mi propio recuento.

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