4 de abril de 1997
Querida Mami:
Te escribo esta carta para decirte que ayer por la noche he visto las estrellas. De cerca. Si. De cerca. Hasta casi toco una con la mano, pero era fugaz y se fue volando. En fin, Mami, lo que te quiero decir es que ayer he tenido uno de los mejores revolcones de mi vida. Pensé que te haría ilusión saberlo. Me metí en la cama con un hombre que sólo había visto dos veces, y que conocí por casualidad en un banco. Pero ha sido mágico. La primera vez, no pasó nada. Creo que fue porque ninguno de los dos queríamos. Y ayer me acosté con él. Salimos a tomar algo y luego de marcha. Y entonces, me llevó a su casa. Tiene un piso precioso, un ático, con una terraza enorme que lo rodea por completo, como a mí me gusta. Sólo faltaba un gato bien gordo paseándose de una a otra habitación, como Bigudí. Yo le había advertido que no estaba preparada para eso, precisamente esa noche, porque me acababa de llegar la regla. Ha sido todo menos higiénico... ¡Qué vergüenza! Pero él me dijo que, a veces, la excitación es superior a las circunstancias, y que hay que dejarse llevar. Entonces accedí. ¿Erais así de guarros en tu época de jovencita? Me ha roto los esquemas. Y no paro de pensar en él desde entonces. Con lo frivola que soy, ¿no me estaré enamorando de un tío porque folla de maravilla? La verdad es que no me gusta la idea, Mami. ¿Qué tengo que hacer? Si me vuelve a llamar, ¿crees que tengo que volver a verle? Dime algo, por favor. Necesito tus consejos. Te mando un beso gordísimo. Cuídate mucho.
Tu hijita
PD.: Me voy la semana que viene a Perú. Te mandaré un fax desde allí con mis datos por si quieres escribirme. Y una postal del Machu Picchu, que sé que te hace mucha ilusión.6 de abril de 1997
Son las cuatro de la tarde y Cristian no me ha llamado ni me ha mandado mensajes. ¡Joder! No paro de pensar en él durante todo el día. ¿Me estaré enamorando? ¿Por qué pasa de mí de esta forma? ¿Acaso no le ha gustado pasar la noche conmigo? Pero entonces, ¿por qué me ha dicho que ha sido sublime? ¿Solamente palabras...?
Mi cerebro va a mil por hora, y no paro de divagar sobre lo que estará haciendo él en un día tan soleado. ¿Estará en la playa con los mismos amigos que encontramos en la discoteca, riéndose de mi manera de abrir los dedos de los pies cuando me he corrido? Solamente de pensar en esta posibilidad, me deja la autoestima por los suelos. Me podía haber llamado para repetirme que le ha gustado mucho pasar la noche conmigo. A las mujeres nos encanta que nos vayan diciendo una y otra vez estas cosas. Y yo, soy una de ellas. Cristian no es para nada psicólogo y me está decepcionando. Tampoco le estoy pidiendo que sea el padre de mis hijos, pero al menos, que tenga el detalle de manifestarse. Es igual. Si no llama, es porque no valga la penaPor si acaso, busco en un mueble del salón un libro muy útil en casos de emergencia como éstos. Se titula Cómo romper con su adicción a una persona, de Howard M. Alpern. En el índice, leo: «Algunas personas mueren a causa de relaciones perjudiciales. ¿Quiere ser uno de ellos?». ¿Qué estoy haciendo? Solamente le he visto dos veces. A lo mejor lo único que
pretendía era hacer el amor con alguien, sin complicaciones, y he aparecido yo. ¿Por qué me estoy comiendo la cabeza de esta manera con este hombre?
Me cuesta decirlo, pero quiero claramente volver a acostarme con él. Voy a leer este libro, y repetir los aforismos de las últimas páginas. No me estoy enamorando, no estoy enamorada para nada, ni un poquito.
A la una de la mañana, estoy despatarrada encima de mi sofá, con el libro encima de la nariz; me he quedado dormida en una mala postura y me duele todo el cuerpo. Arrastrando mis pies dentro de las zapatillas, me voy hacia el baño, todavía aturdida, para limpiarme los dientes. Tengo las páginas del libro literalmente marcadas en la mejilla derecha. De muy mal humor, me voy a la cama con la intención de borrar mañana, definitivamente, el teléfono de Cristian de mi agenda. Ha sido sencillamente eso: una estrella fugaz.10 de abril de 1997
-¡Tienes que salir ya! ¡Pero ya! -me grita Andrés, con las gafas en la mano.
Cada vez que adopta su miserable aire serio, mi jefe cierra los ojos como para no dar la cara a la persona que tiene enfrente. Chilla, pero no quiere hacerse responsable de las caras de estupefacción que le van poniendo.
Hoy está sentado en la mesa de su despacho, dibujando un montón de figuras en las esquinas de los papeles que tiene enfrente, espirales, cubos en tres dimensiones, y margaritas. Al final, las hojas quedan convertidas en una masa negra sin sentido, porque pasa una y otra vez el bolígrafo sobre las líneas trazadas. ¡Interesante para Un examen psiquiátrico!, pienso.
-Pero si ni siquiera me han respondido acerca de la reunión que solicité -le rebato. -Me da igual. No me importa que no tengas hecha la maleta, ni si tienes el planning completado. Y menos aún que tengas la regla. Ya hemos aplazado este viaje varias veces. Al aceptar este puesto, sabías que hay que estar preparada para improvisar. ¿Por qué coño he contratado a una mujer? ¿Por qué? -le pregunta a Marta, que acaba de aparecer en el despacho para hacerle firmar unos papeles.
Marta está temblando y no se atreve ni a acercarse hasta la mesa. Andrés está muy enfadado, no hay duda, porque su rostro se está coloreando de un rojo púrpura a la altura de las aletas de la nariz y parece un dragón a punto de echar fuego y carbonizarnos a las dos. Yo, evidentemente, quiero esfumarme cuanto antes y voy dando pequeños pasos hacia atrás hasta la puerta, pero Andrés tiene el propósito de pegarme la bronca de mi vida.
-No he acabado contigo. Cuando llegues allí, persigue a Prinsa. Son lentos y si no les llamas todos los días, te van a olvidar. No importa si pareces pesada, ¿me entiendes, hijita?
-Sí, Andrés -refunfuño, siguiendo su mano temblorosa agitar el bolígrafo Bic encima de la hoja de papel.
Se mueve con tanta fuerza que ya van apareciendo agujeros en la página.
-Y ahora, ¡corre! Haz la maleta, y vete al aeropuerto. Tu vuelo sale a las cinco de la tarde. Marta tiene los billetes. Mándame un lax cuando llegues. ¡Buena suerte, hijita!
Tomo un taxi por los pelos al salir de la oficina, y me deja en la puerta de mi casa. Hay gente amontonada delante de la puerta del edificio y para poder hacerme paso, tengo que pedir permiso varias veces a la docena de personas que aguardan delante de las escaleras.
-¿Qué está pasando aquí? -pregunto a una rubia teñida, con un pendiente en la nariz y un pintalabios color fucsia, quien parece formar parte del grupo.
-Estamos esperando a Felipe, del local A. Pero todavía no ha llegado, así que tenemos que esperarle aquí en la calle.Felipe es uno de mis vecinos. No puedo decir con exactitud a qué se dedica, pero el local es donde tiene montada su empresa. Le he visto en varias ocasiones, pero sólo nos hemos saludado. Después de subir de cuatro en cuatro las escaleras, abro rápidamente la puerta de mi casa y me pongo a hacer la maleta. ¡Cómo odio eso! A pesar de saber desde hace un mes que voy a viajar, no sé todavía lo que me voy a llevar. Revuelvo todos mis trajes y en la cómoda voy contando los pares de tangas y sostenes que necesito llevarme. A la vez, marco el teléfono de Taxi Mercedes para que me vengan a recoger delante de mi casa, la cual se transforma inmediatamente en una tienda de ropa de marca, mal organizada. Odio preparar un viaje en el último minuto. Y para colmo, para poder cerrar mi maleta, tengo que sentarme varias veces encima. ¿Y la combinación secreta? ¿Cuál es la combinación de la cerradura? ¡No me acuerdo! Al borde del desfallecimiento, y con el taxista llamando al interfono, saco toda la ropa de la maleta. No tengo otro remedio que coger otra, porque no me acuerdo de la maldita combinación. Me odio por ello. Soy un desastre para estas cosas, y siempre tiene que pasarme cuando más prisa tengo.
Reventada por los nervios, me pongo delante del espejo del baño y con mi cara de pequeño Buda poco inspirado voy haciendo unos ejercicios de respiración abdominal que, se supone, tendrían que relajarme en el acto. Siempre suele funcionar. Mientras busco unos preservativos para meterlos en la maleta, me encuentro un fax de mi amiga Sonia que no he tenido tiempo de leer hasta ahora. Lo haré en el avión. Bajo por el ascensor; subir las escaleras es bueno para trabajar los glúteos, pero bajarlas no tiene ningún sentido. Me tropiezo de nuevo con el grupo de antes que sigue reunido delante de la puerta. Mientras el taxista está poniendo mis cosas en el maletero, no puedo evitar preguntarle a la misma rubia:
-¿Tenéis una entrevista de trabajo? ¿Os ha citado a todos a la vez? -Quiero saber más acerca de Felipe.
-No, no. Venimos a repetir. Pero sólo él tiene las llaves -me replica, como si fuera obvia la razón de su espera.
De repente los asuntos de Felipe me interesan mucho y le sigo preguntando, al subir al taxi: -¿Y a qué os dedicáis?
El rostro de la rubia se ilumina de satisfacción. Un chico del grupo, altísimo, se acerca a nosotras para participar en la conversación, mientras yo entro en el taxi, cierro la puerta y abro la ventana.
-Somos actores profesionales -explica la rubia, levantando orgullosa su pequeño mentón. Y añade, como para satisfacer mi curiosidad que ya no puedo esconder, o quizá para
provocarla más:
-Felipe vende trozos de vida.
El taxista me echa un vistazo de impaciencia por el retrovisor, luciéndome entender que está mal aparcado, y salimos disparados.
Justo antes de embarcar, y a punto de apagar definitivamente mi móvil, recibo un mensaje. Es Cristian. «¿Quieres cenar conmigo esta noche?» ¡Por Dios! Me voy de territorio español con dos incognitas: ¿qué era eso de los trozos de vida de Felipe?, y ¿qué hago ahora con Cristian? Con lo curiosa e impaciente que soy, no sé si podré esperar las respuestas a tantas preguntas hasta mi vuelta.
Ya llevamos unas cuantas horas volando y, con la mano en una bolsa de plástico, repaso todas las compras que he hecho en el duty-free mientras aguanto el ronquido de un paquidermo medio calvo \ sudoroso que está sentado a mi lado. Con cara de asco me vuelvo hacia él para observarle, y constato con horror que su cabeza se está yendo hacia mi hombro. ¡Que ni se le ocurra apoyarse sobre mí! Intento distraerme, pues con cada nuevo vuelo me entra más miedo a volar. Me he acordado del fax de Sonia y me pongo a leerlo.
Querida Val,
Es vulgar, horroroso, pero al menos te pondrá de buen humor hoy. .. Sonia.
No cambiará nunca. Sonia es mi amiga desde hace unos tres años, y me ha demostrado que siempre tiene el mensaje justo en el momento preciso. Trabaja como jefa de producto enunos laboratorios farmacéuticos y se pasa la vida obsesionada por conseguir un ascenso. Cuando la vi por primera vez, me recordó inmediatamente a la heroína de unos dibujos animados japoneses, Candy, que echaban en la televisión francesa cuando era pequeña. Candy siempre llevaba minifaldas y botas hasta las rodillas. Sonia es igualita. Tiene la piel de color porcelana, unos grandísimos ojos bordeados de pestañas negras infinitas y una nariz muy respingona, con miles de pecas. Tiene el rostro completamente liso, sin arruga alguna. Siempre lleva faldas de niña buena con zapatos planos, que le dan un aire de palillo a su cuerpo sin forma. Pero por dentro, Sonia ha demostrado ser fuego puro. Y lleva una eternidad buscando desesperadamente al amor de su vida. Como no lo encuentra sufre muchas depresiones que le suelen durar largas temporadas. Y cuando se cansa de verse en ese estado, se dedica a hacer reír a la gente. Luego, vuelve a recaer.
Empiezo a contar las páginas recibidas, hay casi cinco. No me puedo creer que tenga el tiempo para redactar este tipo de mensaje en la oficina. Se trata de un fax con chistes acerca de los hombres, una especie de decálogo de los principales errores masculinos en la cama. Como hay demasiada paja, utilizo la técnica de lectura rápida que me han enseñado en la universidad para captar lo más divertido.
Al cabo de un rato, prefiero dejarlo. Sonia ya no sabe qué inventar para ser graciosa. Pero al menos me ha ayudado a olvidar la presencia del gordo de al lado, que se ha despertado de repente y está mirando, por encima de mi hombro, lo que estoy leyendo. Nuestras miradas se cruzan y se dibuja sobre sus labios morados una pequeña sonrisa cómplice, a la cual no respondo porque no me da la gana.
Me pongo a seguir con mucha atención las indicaciones de una pantalla en la que aparece el mapa del mundo y la situación de nuestro avión. Ya estamos en el continente americano, y con esta imagen, consigo dejar atrás la angustia de los últimos días, entre los nervios de Andrés y mi obsesión por Cristian. Otra aventura me está esperando.
El aeropuerto de Lima se parece a un mercado de frutas y verduras. Es un caos que me deja aturdida apenas pongo el pie en territorio peruano, hasta que consigo pasar el control de pasaportes, cambiar soles peruanos y arrastrar mi maleta hasta la salida. Cuando las puertas del aeropuerto se abren sobre el exterior, me invade un calor húmedo, desagradable, que me anuncia ya noches de sudor y enfermedades gástricas. Me cuesta respirar, y un olor horrible a fruta podrida contamina el ambiente. Busco desesperadamente un taxi que tenga aire acondicionado, y me decanto por el coche de un hombre pequeñito, vestido con una camisa de lino crudo y unos pantalones verde militar. Se está quitando las gotas de sudor de la frente con un pañuelo y no para de mirarlo después como si hubiese descubierto un tesoro. Al verme, me hace una señal con la mano para indicarme que está libre. No dudo ni un minuto y me acerco. -Voy al hotel Pardo, en Miraflores. ¿Tiene aire acondicionado en su coche?
-Claro, señorita. Suba, la llevo rápido -me contesta, mientras me quita literalmente la maleta de las manos.
El aire acondicionado del taxi consiste en unas pequeñas hélices colocadas en la cabeza del asiento del conductor, en dirección a los pasajeros, y que no paran de girar con dificultad, produciendo el ronroneo de un avispón en pleno vuelo. Me abstengo de cualquier comentario. Mejor eso que nada.
La ciudad de Lima es una gigantesca chabola donde muchas casas, a punto de derrumbarse, tienen bolsas de plástico a modo de techo. No me había imaginado esto. Busco con avidez una casa bonita, algún edificio residencial, niños con uniformes azul marino y calcetines largos saliendo de la escuela, pero no los veo. En su lugar, aparecen pequeñas caras sucias, con mocos secos. El taxista me señala con su dedo el mar y las playas de la ciudad. En un semáforo, se da la vuelta y me comenta:
-No vaya nunca a bañarse allí, señorita. Todas las playas de Lima están contaminadas. Tendrá que salir de la ciudad para poder bañarse sin riesgo.
Miro aterrorizada a unos basureros inmensos que cubren las playas, y constato con horror que hay gente allí, con los bajos de los pantalones levantados hasta la rodilla, rebuscando entre la porquería que otros han depositado. Me entran náuseas, y tengo que volver la cabeza repentinamente para no ponerme a vomitar en el taxi. Instintivamente, busco en el bolso mi carné internacional de vacunación y me pongo a repasar todos los nombres escritos a mano con la fecha de las inyecciones. El viaje en taxi se me hace eterno, y no meatrevo a mirar de nuevo por la ventana, por miedo a ver el horror justo delante de mis narices.
Por fin, llegamos a un hotel cuya fachada anuncia habitaciones de lujo, y después de despedirme del taxista, aparece a toda prisa un botones, vestido con un traje rojo y negro, y zapatos relucientes.
-Bienvenida al hotel Pardo, señorita -me dice muy amablemente.
En la recepción del hotel ya están avisados de mi llegada, y me entregan la llave de una suite que da directamente a la parte interior del edificio, tal como había solicitado. Por fin pienso encontrar tranquilidad. La habitación es de color beis, con un sofá de cuero marrón en el rincón. La cama, inmensa, está recién hecha, y me acuesto un momento para renovar la energía que he ido perdiendo durante el viaje en avión y el interminable trayecto en taxi. Pero me viene de repente a la mente la primera misión que tengo que cumplir, y que es urgente: llamar a Prinsa.
No encuentro a mi interlocutor, así que dejo un mensaje. Decido bajar nuevamente a recepción y la chica que me atendió al llegar, una morenaza que no para de sonreír y dice llamarse Eva, me ofrece la posibilidad de contratar a un guía para visitar la ciudad. -Tenemos a muchos y todos muy bien de precio.
Me saca una lista antes de que pueda reaccionar y me la pone debajo de los ojos. Yo no tengo ninguna intención de contratar a un guía turístico pero un nombre me llama la atención, por tener el mismo apellido que aquel escritor español:
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DIARIO DE UNA NINFOMANA
Romancees el conmovedor relato de una mujer francesa, de buena familia, licenciada en dirección de empresas, que narra su evolución vital a través de las relaciones sexuales que va teniendo: con los sepultureros de un cementerio, con un árabe «muy aficiona...