El tiempo pasa inexorablemente para todos y yo no era la excepción, durante años trabajé duramente, como cargador, mensajero, hasta en los establos de aquella ciudad en donde el destino me llevó.
Cuando se está solo en algún lugar desconocido, se pasa carencias, habían días en que no me alimentaba, el frío de la noche calaba mis huesos y eran en esos momentos en que realmente se añora el calor del hogar, la mano amiga de las personas que realmente te aprecian, pero debo afirmar que el tiempo y la desdicha son compañeros que endurecen el alma y eso me ocurrió al momento de regresar a mi pueblo y enterarme que Soledad ya no se encontraba, se había ido con destino desconocido y nadie, nadie de las pocas personas que aún quedaban en ese pueblo destinado a morir, supo darme detalles de su paradero.
Volví derrotado y con el alma desecha, desde ese instante se me endureció el corazón y me convertí en un hombre amargado, sin sentimientos, dedicado solo a buscar el poder, pues la miseria en la que crecí era la culpable de todo lo que había perdido, a mi padre, mi madre, mi adorada Soledad, fue esa miseria que me hizo alejarme de mi pueblo.
En mi largo caminar por lugares donde jamás imaginé estar, conocí a un viejo ermitaño, buscador de oro, trabajé con él durante años, de mi juventud en la búsqueda de aquel metal que me daría el poder.
Pasaron diez años de arduo sacrificio en aquella mina. Y por fin encontramos la tan apreciada beta.
El viejo ermitaño, el buscador del tesoro había cumplido su deseo de toda su vida, y ya con el cansancio de los años y su débil cuerpo castigado por el gran enemigo de todos, el tiempo, hizo prometerle sepultarlo en el cementerio de su pueblo de donde al igual que yo había dejado desde muy joven, San Ángel, era el nombre de su pueblo natal, así lo hice y él me dejó su tesoro encontrado, desde aquel momento mi vida daría un giro que cambiaría mi destino.