En la cafetería junto a Sebastián, mi gran amigo, le comenté todo lo que en mi corazón estaba sintiendo por aquella muchacha que llegó a mi vida para llenarme de esperanzas ya en mi atardecer de mi existencia.
Sebastián me aconsejó que no fuera tan ansioso pues esas emociones pudiesen hacerme daño a mi salud que de un momento a otro se había visto un tanto resentida, pero por mi terquedad no le había puesto mucha atención, y por otro lado, Mariana no se imaginaba para nada lo que mi corazón sentía por ella.
Me propuse al llegar a casa confesarle mis sentimientos hacia ella, aunque Sebastián me insistía que era muy pronto para definir mis sentimientos.
En el transcurso del día solo pensé en Mariana y para mi declaración de amor fui a la joyería y pensé en comprarle una argolla especial pero mi idea cambió al ver en la vidriera un medallón, que me hizo retroceder en el tiempo y evocarme a aquella ves cuando a Soledad le obsequié uno parecido y mi tristeza afloró nuevamente pues su recuerdo aún me acompañaba como una espina clavaba muy profundamente en mi corazón que sin darme cuenta seguía sangrando por la nostalgia de no tenerla a mi lado.
Sólo el pensar que Mariana calmaría mi dolor me animé y conseguí ese medallón.