Capítulo 2.

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Blaine siempre había sido un chico solitario. Tal vez era debido a que no disfrutaba de la compañía de las personas o a lo mejor era el hecho de que toda su vida había estudiado en casa ya que el hijo del jefe de la mafia no podía exponerse a ser reconocido en una escuela normal.

Cualquiera que fuera la razón correcta, Blaine se sentía miserable. Cada día era lo mismo. Despertaba, desayunaba con su madre, se lavaba los dientes, se vestía con ayuda de María (su nana) y luego bajaba a la biblioteca para pasar las cuatro más extenuantes horas del día hablando de diferentes materias con el profesor Vittorio. Después de esto tenía dos horas en las que era capaz de sentarse frente a la televisión y mirar caricaturas antes de dirigirse a tomar un baño e ir a sus clases de dibujo, karate, polo, equitación, esgrima y tiro.

Por la noche su padre llegaba y cenaba con ellos, hablaban sobre su día, reían y la pasaban a gusto antes de ir a dormir y despertar al siguiente día para repetir absolutamente todo.

Así era su vida. Blaine no era tonto. Desde muy pequeño había entendido el trabajo de su padre, lo que hacía. Asesinaba hombres, manejaba el trafico de drogas y armas en Nueva York, era el Don de la Mafia italiana establecida en Estados Unidos, no había nadie encima de él, su padre era el jefe de todos. Y Blaine estaba bien con eso, realmente no podía verlo como algo malo ya que era lo normal para él, jamás había conocido alguna persona cuya vida no girara en torno a la mafia, incluso todos los niños que conocía eran hijos de mafiosos así que, para él todo esto era de lo más común.

Su madre, Bianka Anderson, era una italiana de nacimiento que se había mudado a Nueva York en busca de cumplir sus sueños, sin embargo, lo que había encontrado en cambio, era el amor. Había caído completamente ante Vincent Anderson y sin importarle el negocio que este manejaba ella rápidamente se había unido a él en sagrado matrimonio. Antes de que lo supieran, ya estaban esperando a Blaine Devon, su primogénito y único hijo.

Y ambos habían amado a su pequeño desde la primera vez que lo habían tenido entre sus brazos. Así que procuraban darle todo, lo mejor de lo mejor, educación, amor y la preparación adecuada para que algún día fuera un gran hombre de la mafia... Sin embargo fallaban en algo y lo sabían. Blaine necesitaba amigos, los necesitaba desesperadamente.

Blaine se sentía solitario.

Podría decirse que los momentos más felices de su vida eran siempre sus cumpleaños. Su madre organizaba grandes fiestas en el jardín trasero, contrataba meseros y cocineras que prepararan los platillos favoritos de Blaine. Su padre le compraba algún juguete extravagante e invitaba a sus empleados y sus familias y eso significaba una cosa: Niños. Personas de su edad. Debido a que su cumpleaños era en el verano, los niños y él solían jugar en la alberca y hacer guerras con globos de agua, corrían con sus ropas mojadas por todo el pasto ante las sonrisas enternecidas de sus padres, entonces María les llevaría helado y todos se sentarían para ver el show de magia que siempre los dejaba asombrados. Blaine era plenamente feliz. Era por eso que pasaba cada día del año esperando que el 4 de agosto llegara. Ansiaba fervientemente que todo se repitiera, que los chicos que llegaran que nadaran durante horas, se atiborraran de comida y comieran helado hasta que sus cabezas dolieran.

Y ahora había llegado el día. Blaine Anderson estaba cumpliendo catorce años. Esa mañana se había despertado realmente temprano, había cepillado sus dientes, tomado una ducha rápida y se había puesto la ropa que su madre había comprado para él. Unos pantalones negros por encima de sus tobillos, una camisa a cuadros rojos, unos tirantes negros elegantes y un lindo corbatín carmesí que combinaba a la perfección con el resto de su vestimenta. Blaine gelificó su cabello y sonrió mirando al espejo, se veía apuesto, su madre estaría muy feliz. Bajó las escaleras rápidamente y recibió con alegría los elogios exagerados de su madre y María quienes parecían estar al borde de las lágrimas por el orgullo que sentían del pequeño. Después se había dirigido a la cocina para tomar una manzana y recibiendo en el camino las felicitaciones de la servidumbre de su casa.

The one left standing.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora