·-Dos corazones y un secreto-·

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Dicen que el amor lo puede todo, pero nadie te prepara para amar cuando el cuerpo duele, cuando el alma duda, cuando el corazón late doble dentro de ti.

Desde que supieron que Fede estaba embarazado, la casa dejó de ser simplemente un espacio para vivir. Se convirtió en un refugio, un campo de batalla, una cápsula de ansiedad y ternura mezclada.

Fede estaba embarazado. De verdad.

No era un juego. No era un error. Era un latido diminuto dentro de él, latiendo sin permiso pero con todo el derecho.

El primer trimestre fue el infierno más hermoso.

Fede pasaba los días enteros en cama, rodeado de almohadas, con la misma hoodie grande de Ian puesta, su pelo desordenado, ojeras profundas y una mezcla entre hambre y náuseas que lo tenía de mal humor todo el tiempo.

—¿Querés helado? —le preguntaba Ian por cuarta vez en la mañana.

—No. Quiero galletas. Pero con sal. Pero también dulce. Pero no tan dulce... Ugh, no sé qué quiero —gruñía Fede, abrazando un cojín como si fuera un escudo contra el mundo.

Ian suspiraba y salía a buscar exactamente eso. Aunque no existiera. Aunque tuviera que inventarlo.

A veces volvía con una bandeja de cosas improvisadas: crema batida, rodajas de mango, galletas con queso, un toque de mermelada de frutos rojos.

—Esto es lo más raro que he preparado en mi vida, Fede. Pero probá esto, te juro que no está tan mal.

Fede lo miraba con el ceño fruncido. Olfateaba la mezcla como si fuese una amenaza química, y luego... probaba. Y sí, a veces vomitaba. Pero otras veces se le iluminaban los ojos como si acabara de encontrar un tesoro culinario en medio de la guerra.

—Sos un genio culinario —decía, masticando con lágrimas en los ojos, no por el sabor, sino por las hormonas que no lo dejaban en paz.

La peor parte era la culpa.

Fede se sentía inútil. Ver a Ian grabar solo, editar solo, gestionar todo sin él, lo partía en mil pedazos.

—No quiero ser una carga, Iani... —murmuró una noche, acurrucado en la cama, mientras Ian le acariciaba el cabello con los dedos llenos de tinta de marcador permanente.

—No sos una carga, Fede. Sos la razón por la que me levanto cada día con ganas de patear el mundo. ¿Sabés lo que daría por estar en tu lugar?

—¿Vomitando tres veces al día y sin poder ver una hamburguesa sin llorar?

—¡Exacto! —se rió Ian—. Porque al final del camino... está nuestro bebé.

Esa palabra lo quebraba cada vez: bebé. Tan pequeña. Tan poderosa.

A la semana ocho, el primer ultrasonido les mostró el corazón latiendo. Fede no dijo nada. Ian tampoco. Se miraron, con los ojos llenos de agua, como si se acabaran de descubrir por primera vez.

—Es real —susurró Fede.

—Siempre lo fue —contestó Ian, sin soltarle la mano ni por un segundo.

Pero no todo era ternura y videos privados con canciones de cuna de fondo.

El verdadero caos vino a la semana nueve.

Fede se despertó con un dolor punzante en la parte baja del abdomen. Sangre. Poca, pero suficiente para encender todas las alarmas.

—¡IAN! —gritó desde el baño.

༄☆- ¿MAS QUE AMIGOS? -☆༄Donde viven las historias. Descúbrelo ahora