·-Sombras en la puerta-·

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La hoja doblada con letras recortadas todavía era un fantasma que rondaba por la casa. Ian la había quemado, sí, pero las palabras seguían grabadas en la memoria de Fede como si alguien se las repitiera al oído cada noche.

"No todos quieren que ese bebé nazca. Los estoy observando."

Desde ese momento, la calma que habían intentado construir empezó a resquebrajarse.

Fede se volvió más paranoico de lo normal. Cerraba todas las ventanas antes de que oscureciera, revisaba dos veces la cerradura de la puerta y, a veces, se quedaba mirando la calle desde el balcón como si esperara que algo se moviera entre las sombras.

Ian intentaba tranquilizarlo, pero él mismo sentía un peso constante en el pecho. No era solo la amenaza en papel... había señales pequeñas, casi imperceptibles, que lo inquietaban.

Primero fueron los mensajes anónimos en Instagram:

"Linda panza."
"Ya falta menos para conocerlo."
"¿Crees que podrás protegerlos?"

Luego, una noche, encontraron un ramo de flores en la puerta. No tenía tarjeta, pero entre los pétalos había un sobre vacío, como si alguien quisiera que supieran que había estado allí.

—Esto ya no es coincidencia, Ian —dijo Fede, con la voz temblando mientras abrazaba su vientre—. Este tipo sabe dónde vivimos.

—Por eso puse cámaras en todas las entradas —respondió Ian, serio—. Nadie va a acercarse sin que yo lo vea.

Pero las cámaras no trajeron paz. Al contrario.

Tres días después
Ian estaba revisando las grabaciones cuando vio algo que le heló la sangre: a las dos de la madrugada, un hombre vestido de negro había estado de pie frente a la puerta durante casi cinco minutos, inmóvil, mirando hacia la cerradura. La capucha cubría su rostro, pero se notaba que llevaba guantes. Cuando un coche pasó por la calle, simplemente se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad.

Ian no dijo nada esa noche. No quería alterarlo. Pero Fede lo notó.

—¿Qué viste? —preguntó mientras se acomodaban en la cama.

—Nada importante... —mintió Ian.

—No me mientas. Te conozco. —Fede lo miró fijo, con esa expresión que usaba cuando quería que Ian hablara sin rodeos.

Ian suspiró.

—Un hombre... estuvo parado afuera. Solo miró la puerta y se fue.

El silencio fue pesado, casi insoportable. Fede se llevó las manos al rostro y respiró hondo.

—Esto es culpa mía... —murmuró.

—No digas estupideces. No es culpa de nadie. Y te prometo que no voy a dejar que te pase nada.

Fede lo abrazó fuerte, como si necesitara asegurarse de que estaba allí, real, sólido.

Días después, el miedo se volvió rutina.
Fede empezó a tener problemas para dormir. Se despertaba varias veces en la noche, escuchando ruidos que Ian no escuchaba. A veces se quedaba en el sofá, con una manta, mirando por la ventana.

—No podés estar así, Fede. Te va a hacer mal —le decía Ian.

—No puedo dormir si no sé que todo está bien.

Lo más difícil fue cuando los síntomas del embarazo se mezclaron con el estrés. Fede tenía palpitaciones, mareos, y en una ocasión, mientras grababan un video liviano para distraerse, se descompensó y tuvieron que cortar.

—No puedo seguir así, Ian... siento que si bajo la guardia un segundo, algo va a pasar —dijo una tarde, con la voz rota.

Ian se sentó frente a él, tomó sus manos y lo miró a los ojos.

—Escuchame. Vamos a encontrar a ese tipo. No es más fuerte que nosotros. Y mientras tanto... no estás solo.

Esa noche, Ian habló con Carlitos y Yankee. Les pidió que pasaran por la casa más seguido, para que siempre hubiera movimiento y ruido, algo que pudiera ahuyentar a cualquier curioso. También habló con un amigo policía, que aceptó dar rondas por la zona sin hacer demasiado escándalo.

Pero nada detuvo lo siguiente.

Una semana después
Era de noche. Fede estaba en la cocina, cortando una manzana, cuando escuchó golpes secos en la puerta. No el timbre. Golpes. Tres, pausados, como si alguien quisiera llamar su atención sin que los demás lo oyeran.

—¿Ian? —preguntó, asomándose al pasillo. Ian estaba en el estudio, con los auriculares puestos. No había escuchado nada.

Fede se acercó a la puerta y miró por la mirilla. Vacío.

—Qué raro... —murmuró, y giró para volver a la cocina.

Pero entonces, desde el otro lado de la puerta, una voz baja, casi un susurro, dijo:

—Buenas noches, Fede.

Se congeló. Su respiración se aceleró, el cuchillo cayó de sus manos y retrocedió hasta chocar con la pared.

—I... Ian... —llamó, con la voz apenas audible.

Ian apareció en segundos, viendo su cara pálida.

—¿Qué pasó?

—Alguien... alguien me habló... dijo mi nombre...

Ian corrió a abrir la puerta, pero no había nadie. Solo el pasillo vacío y un silencio pesado.

—Hijo de... —gruñó Ian, apretando los puños.

Desde ese momento, el embarazo dejó de ser solo una montaña rusa física y emocional. Ahora había una sombra constante, un enemigo invisible que jugaba con sus nervios. Y aunque Ian intentaba sonreír, abrazarlo y seguir con la rutina, Fede notaba que él también estaba al límite.

Esa noche durmieron juntos en el sofá, con todas las luces encendidas. Ian no soltó a Fede ni un segundo. Cada crujido de la madera, cada ruido de la calle, los mantenía alerta.

Lo que ninguno de los dos sabía era que, a la misma hora, desde un coche estacionado a media cuadra, unos ojos los observaban fijamente a través de unos binoculares.

Y en el asiento del copiloto, había otro sobre doblado.

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⏰ Última actualización: Aug 05 ⏰

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