Capitulo 8

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Oscuridad total. Le dolía la cabeza. El olor a madera, a tierra mojada y a... a otra cosa que carecía de sentido. A chocolate. Olía a chocolate. Mattie Purvis abrió los ojos de par en par, pero igual podía haberlos mantenido cerrados, porque no pudo ver nada. Ni el menor atisbo de luz, ni pizca de sombra en las sombras.
«Oh, Dios. ¿Estaré ciega? ¿Dónde me encuentro?»
No estaba en su cama. Permanecía tendida encima de algo duro que le provocaba dolor en la espalda. ¿El suelo? No, bajo ella no había madera encerada, sino tablones sin pulir con una capa de tierra granulosa encima. Si al menos la cabeza dejara de martillar.
Cerró los ojos, luchando contra las náuseas. A pesar del dolor, intentó recordar cómo había llegado a aquel sitio oscuro y extraño donde nada le resultaba familiar.

«Dwayne -pensó-. Discutimos y regresé a casa.»

Luchó por recuperar los fragmentos de tiempo perdidos. Se acordaba de un montón de correspondencia encima de la mesa. Recordó haber llorado, las lágrimas que goteaban encima de los sobres. Recordó haberse levantado y haber tirado la silla al suelo.
«Oí un ruido. Fui al garaje. Oí un ruido y fui al garaje, y luego...»
Nada. Después de eso, no conseguía recordar nada más.
Abrió los ojos. Aún seguía oscuro.
«Oh, esto va mal, Mattie -pensó-. Muy mal. La cabeza te duele, has perdido la memoria y estás ciega.»
-¿Dwayne? -llamó.
Sólo percibió el rumor de sus propias pulsaciones.
Tenía que levantarse. Tenía que buscar ayuda, encontrar siquiera un teléfono. Rodó sobre el costado derecho para impulsarse hacia arriba, pero chocó con la cara contra una pared. El impacto volvió a hacerla caer de espaldas. Se quedó medio atontada, con agudas punzadas en la nariz. ¿Qué hacía allí una pared? Estiró la mano para tocarla y palpó más tablones sin pulir.

«Está bien -pensó-, voy a rodar hacia el otro lado.»
Se volvió hacia la izquierda.
Y chocó contra otra pared.
El corazón le latió con más fuerza, con mayor celeridad. Volvió a quedar tendida de espaldas, al tiempo que pensaba: «Paredes en ambos lados. No puede ser. Esto no es real». Tomó impulso para sentarse y se golpeó la parte superior de la cabeza. Una vez más, volvió a caer de espaldas.
«¡No, no, no!»
El pánico se apoderó de ella. Agitó los brazos y golpeó contra obstáculos en todas direcciones. Arañó la madera y se le clavaron astillas en los dedos. Oyó chillidos, pero no reconoció su voz. Barreras por todos lados. Se revolvió, pataleó, golpeó a ciegas con los puños hasta que sintió las manos magulladas y desgarradas, las piernas demasiado agotadas para moverse. Poco a poco, los chillidos se apagaron hasta convertirse en sollozos, y por último en paralizante silencio.

«Un ataúd. Estoy atrapada dentro de un ataúd.»

Respiró hondo e inhaló el olor de su propio sudor, de su propio miedo. Sintió las contorsiones del bebé en las entrañas, otro prisionero atrapado en un espacio reducido. Pensó en las muñecas rusas que su abuela le regaló en cierta ocasión. Una muñeca dentro de otra muñeca.
«Vamos a morir aquí. Las dos vamos a morir, mi niña y yo.»
Cerró los ojos y combatió una nueva oleada de pánico.
«Frénalo. Detén esto ahora mismo. Piensa, Mattie.»
Con la mano derecha, temblorosa, tanteó hacia la derecha y tocó una pared. Estiró la izquierda. Tocó otra pared. ¿Qué distancia había entre las dos? Tal vez noventa centímetros, quizá más. ¿Y de largo? Tanteó detrás de la cabeza y calculó treinta centímetros. No estaba mal en aquella dirección. Allí tenía algún espacio. Los dedos rozaron contra algo blando, justo detrás de la cabeza. Tiró de aquello para acercarlo un poco más y descubrió que era una manta. Al desenrollarla, un objeto pesado golpeó contra el suelo. Un frío cilindro de metal. El corazón le volvió a martillar, pero esta vez no de pánico sino de esperanza. Una linterna. Encontró el interruptor y lo empujó. Soltó un agudo suspiro de alivio cuando el rayo de luz penetró la oscuridad. «¡Puedo ver! ¡Puedo ver!»

El rayo pasó rozando las paredes de su prisión. Lo apuntó hacia el techo y vio que apenas había espacio suficiente para sentarse, siempre que mantuviera agachada la cabeza. Con el abultado vientre y la dificultad de movimientos, tuvo que hacer contorsiones para sentarse. Sólo entonces pudo ver lo que había a sus pies: un cubo y ¿un orinal de plástico. Dos jarras grandes de agua. La bolsa de un colmado. Se arrastró hasta la bolsa y miró dentro. «Por eso olía a chocolate», pensó. En su interior había barritas Hershey, bolsitas de cecina y galletitas saladas. Y también pilas: tres paquetes de pilas sin usar. Apoyó la espalda contra la pared. De pronto oyó que se echaba a reír. Una risa demente, aterradora, que no era en absoluto su risa habitual. Era la de una loca.
«Vaya, esto es fantástico. Tengo todo lo necesario para sobrevivir, excepto...»

Aire. La risa se extinguió. Permaneció sentada escuchando el sonido de su respiración. Oxígeno que entraba, dióxido de carbono que salía. Respiraciones purificadoras. Pero al final el oxígeno se agota. Una caja no puede contener mucha cantidad. ¿No parecía el ambiente ya viciado? Y además, se había dejado dominar por el pánico. Con tanto golpeteo a su alrededor, probablemente había consumido gran parte del oxígeno. Entonces sintió el roce frío en el cabello. Alzó la vista, apuntó la linterna justo encima de su cabeza y vio la rejilla circular. Tendría sólo unos cinco centímetros de diámetro, pero era lo bastante ancha para proporcionar aire fresco desde arriba. Contempló aquella rejilla, desconcertada.

«Estoy encerrada dentro de una caja - pensó-. Tengo comida, agua y aire.»
Quien fuera que la había puesto allí dentro, pretendía mantenerla con vida.

Doble Cuerpo Tess GerritsenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora