El Rubio de Ojos Cielo

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Todo iba bien.

El día había amanecido lluvioso; el cielo estaba oculto entre espesas nubes grises y las gotas eran grandes y constantes. La tormenta no había cesado desde la noche, aún estando en pleno final de verano. 

Sintiendo un profundo frío sobre su piel y debajo de su ropa de dormir, calzó sus pies con los primeros zapatos que encontró, quitándose antes de encima la manta que le cubría y las sábanas arrugadas, debido al pesado insomnio que parecía sufrir cada noche desde hacía un año. Hacía frío. Levantándose de la cama, encendió la luz de la lámpara de mesa, aprovechando a darle un ojo al aire acondicionado para ver a qué temperatura estaba, pero increíblemente estaba apagado. Pasó al reloj, notando que era, apenas, la una de la mañana. Tomaría una taza con leche, la calentaría en el microondas, y si todo salía bien, dormiría hasta la mañana, rezando que ese frío extraño no durara mucho en el ambiente.

Arrastró sus pies por el piso de cerámica, aunque el escaso ruido que era provocado callaba ante los truenos post-centellas que eran oídos cuando bajaba las escaleras. Había tenido un día duro en el instituto, realmente quería descansar sobre la misma colcha de siempre, pero su cuerpo no respondía a sus deseos, así que tomaba leche tibia, lo que generalmente lo hacía dormir como un bebé recién nacido.

La cocina tenía cierto aire tétrico, con las luces de los autos que cruzaban la avenida por esas horas y aquellas pisadas de algún animal que se oían por la grama del jardín. Con los ojos entrecerrados se apresuró en calentar la leche y subir con la taza entre las manos hasta la habitación, cuyo contenido casi acabó en todo el trayecto. Cuando se sentó en la cama, ya en la taza sólo había una gota de leche, la cual no se había dignado a mirar, y antes de apagar la lámpara, colocó el envase vacío a un lado, lugar en que permanecería por mucho, sobre la mesa de noche.

Mientras caía agotado, causando un pequeño bote en la colcha, empezó a circular un pequeño dolor de cabeza; cerrando los ojos, maldiciendo su suerte, se resignó a estar despierto hasta las seis y media de la mañana, hora en la que siempre se levantaba los días de semana para alistarse e ir al instituto. Estudiaba en un colegio monstruoso que la gente consideraba que era de élite por esa zona y tenía una calidad de educación poco vista por este estado; una parte era cierta, claramente cierta para todo alumno de esa institución, pero podría asegurar que el grado de élite era bastante bajo, sobreponiendo en cuestión a los estudiantes que admitían por una colegiatura, no baja, pero económica. Él era el típico estudiante que quería sobresalir en todas las asignaturas, no solamente por reconocimiento de sus padres y profesores, sino que tenía la meta de algún día salir de ese lugar, el cual le parecía el peor de todo el país.

Un escalofrío casi fantástico le recorrió el cuerpo y arrugó el entrecejo en respuesta; la luz de su habitación no estaba encendida, pero un rayo alumbró casi todo a través de la ventana. No se sentía asustado, pero sí extrañado; le gustaba ese clima, pero lastimosamente era de esos pasajeros, de esos que en unas horas vería a la lontananza, eso seguro. En la infancia él solía pasar horas mirando por la ventana, esperando que algo interesante lo sacara de su monotonía.

A partir de los trece años comenzó de desarrollar una especie de desprecio hacia los niños que pasaban a ser sus compañeros de clases, gracias a las bromas pesadas y a las miradas burlonas que solían darle todos los días en ese monstruoso instituto; ellos le decían el instituto de Frankestein. Le comenzaron a llamar así desde la primera clase de química a los catorce, donde uno de los compañeros, Kevin, que aún estaba en su misma clase, soltó una especie de líquido verdoso sobre su cabeza cuando el profesor salió al pasillo a fumarse un cigarro –él aún creía que ellos no sabían- ; le escocían los ojos y le dolía la piel, así que sus gritos desesperados se hicieron escuchar; bastaba decir que le culparon de todo, cosa que no pudo negar por estar más preocupado por el dolor. Le colocaron el apodo de Frankestein porque estaba verde y gritaba cosas, cuando ellos eran los verdaderos monstruos, los desalmados, los malvados. 

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⏰ Última actualización: Aug 23, 2015 ⏰

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