III

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La vida de Louis Tomlinson seguía siendo un misterio. Desde su nacimiento, se vio sometido a una serie de tratamientos especiales. Vendajes especiales con mallas de vaselina y cremas antibióticas, las cuales al principio no daban resultado, trayendo preocupación a su madre, Michelle Tomlinson y a su padre Joe Mason, del quien había heredado la enfermedad.

Lastimosamente, su padre había fallecido a una edad muy temprana, cuando volvía del trabajo y Louis no tenía recuerdos muy claros sobre el. Pero aún así era feliz junto a su madre, quien ha estado a su lado en este camino de vida complicado.

Louis, con sus dieciocho años, se había declarado abiertamente homosexual cuando conoció a un chico de su antigua secundaria en el instituto Rekz y se lo había presentado a su madre luego de unos dos meses de seria relación. El mencionado se llamaba Peter Cou. Todo iba bien y Peter era consciente de la enfermedad de Louis, pero un día, luego de salir con sus amigos lo olvidó:

—¡Louis! —Peter había ingresado en su hogar, donde el susodicho había sido invitado a dormir. El castaño se acercó por el pasillo hasta la puerta principal y su sonrisa se borró al ver en tal mal estado a su novio. Ebrio, con su camisa medio abierta y su cabello despeinado.

—¿Han bebido?

—Pues sí —respondió este, alargando la "s" mientras se acercaba a pasos rápidos hacia el oji-azul, sujetándolo por la muñeca con algo de fuerza, a lo que Louis se quejó por el dolor del roce, que hacía sentir a su piel como si estuviese quemándose, hasta el punto de arrebatarle algunas lágrimas.

—Estás lastimándome. —Intentó zafar su muñeca del agarre, pero solo consiguió un apretón más fuerte todavía, haciéndolo gemir por el dolor. Lo siguiente que sucedió en ese momento fue caminar hacia atrás, por el pasillo nuevamente y acabar en la habitación de Peter, cayendo sobre esta y soportando el dolor por los bruscos roces en su piel. Luchó incansablemente por unos diez minutos, entre las lágrimas, el ardor y el peso de su pareja, alcanzando a liberar una de sus manos para darle una bofetada en su rostro, haciéndole retroceder anonadado. Louis salió de allí, y desde entonces, su relación había concluído.

Michelle recordaba aquella noche con gran tristeza, debido a que su único hijo había ingresado a la casa envuelto en un mar de llanto inconsolable. Ella, preocupada, había corrido desde el segundo piso del hogar hacia la escalera ubicada a la derecha de su habitación, para bajarlas con rapidez y tomar con suma delicadeza el rostro de su hijo, preguntándole incansables veces qué era lo que ocurría, hasta que le mostró las marcas de sus brazos y las de sus piernas, debido a que llevaba puestos unos pantalones cortos por el caluroso clima.

—Oh, mi Lou —musitó al ver todas aquellas marcas en el cuerpo de su niño, llevándolo junto a ella escaleras arriba, caminando esta vez hacia la izquierda, directo al cuarto del castaño para poder acostarlo y vendarlo con aquellas vendas especiales, las cuales harían que su cuerpo sanase en solamente tres días.

Afortunadamente, su piel se había vuelto más fuerte en esos dieciocho años de tratamiento, teniendo cierta inmunidad para algunas cosas, pero vulnerable para otras. El sol era una de ellas. Aún le costaba exponerse al sol sin quemarse mucho o sin sentir el típico ardor de su piel, como si el sol fuese quien estuviera rozando su cuerpo, creando aquellas ampollitas pequeñas y molestosas. Y aún seguía siendo bastante sensible al toque humano, por lo que seguía teniendo cuidado cuando alguien intentaba tocarlo para llamar su atención, molestarlo, o por accidente.

Volviendo al presente, Louis se encontraba mirando la televisión en su cuarto, disfrutando de un tazón de palomitas de maíz recubiertas en una fina capa de caramelo hasta que su madre ingresó para dejar la ropa limpia sobre el sofá que se encontraba en el acogedor lugar. Su habitación se conformaba por una cama de una pieza, una ventana con balcón a la derecha, un escritorio a la izquierda, un armario al lado de su "lugar de estudios" —el cual se componía por dos puertas y seis cajones debajo de estas—, y una televisión frente a la cama, al lado de la puerta junto a una consola.

—Cariño, ¿Cómo te encuentras?

—Mejorando cada día.

Su madre sonrió contenta.

—¿Has intentado salir?

—No, aún no.

—¿Por qué no invitas al chico que estaba hoy contigo? —La lata de coca-cola que había estado bebiendo en el preciso instante en que su madre dijo aquello casi resbala de su mano, ahora sudorosa por los nervios y el líquido efervescente pasó sin aviso por su garganta, haciéndolo ahogar.

—Mamá, yo no me hablo con el —dijo—. Es un año más pequeño que yo.

—Oh, ya veo.

El oji-azul hizo memoria, cayendo en los pequeños momentos donde había conseguido apreciar al oji-verde.

Al llegar al instituto Mudsen, mientras se presentaba a la clase de su padre, quien solo enseñaba  a los de último año, Harry apareció por la puerta, acercándose hasta el para murmurar algunas cosas en su oído. El mayor, con discresión, observaba al menor acomodar sus rizos con rapidez, haciéndole sonreír.

Luego, cuando llegó tarde a la escuela luego de sus tratamientos semanales. Sus brazos estaban vendados y sus piernas se movían con toda la velocidad que su cuerpo le permitía. Mientras corría por los pasillos, alcanzó a ver a Harry y a sus dos amigos viéndole correr hacia el salón del fondo, entrando apresuradamente.

Y ese día en el que lo ayudó en clase de gimnasia, cuando una pelota dio contra su rostro y se levantó rápidamente para ayudarlo. Su rostro tenía un hilo de sangre en su labio provocado por el impacto de la misma, por lo que se estiró hacia el y limpió suavemente la sangre, yéndose luego de haber sido llamado por el director de la escuela.

—¿Lo harás? —dijo su madre.

De acuerdo, lo haré. 

Cristal || L.S ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora