Séptima parte - Retorno

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El viaje de vuelta no fue fácil para Aurora en absoluto. La carga que pesaba sobre ella era tan grande y tan pesada, que a pesar de su ágil ritmo y su fuerza de voluntad los días se le hacían eternos, las noches frías y solitarias, y la vida peligrosamente frágil.

Tras cuatro días sin descanso, llegó a casa. Fue a casa de Diana casi sin pensarlo, y al llegar, trepó por la enredadera y se encaramó a la ventana. Estaba cerrada, como era normal. Las cortinas le impedían  ver los aposentos de Diana.

Abrió la ventana, y entró. Apartó las cortinas, y vio que la habitación estaba casi vacía, sin desconocidos a la vista. Diana dormía sobre la cama, en un profundo sueño.

Aurora se acercó a ella, despacio. Se sentó en la cama, a su lado, y la observó un largo rato. La enfermedad no había tenido piedad con ella. Su piel se había vuelto tan blanca como el papel, su cuerpo estaba tan delgado que le recordó al primer guardián, Caído, y la frente la ardía como el mismo fuego. La muerte la acechaba, y atacaría en cualquier momento. Aurora quiso llorar, pero se dio cuenta que no había tiempo que perder. Las manos de Aurora temblaban mientras rebuscaba en su equipaje, en parte por el cansancio... y en parte por algo más.

De entre sus ropas, sacó una flor arrancada. Brillaba con los siete colores del arcoíris y con un millar de colores más, y desprendía una débil luz que te hipnotizaba como el fuego de una hoguera. La princesa muriente la posó sobre la frente de Diana, y mientras sentía que las fuerzas le fallaban, cogió la mano de la princesa durmiente y la agarró con fuerza.

La flor empezó a brillar con más intensidad, llenando la habitación de infinitos colores que volaban, bailaban, se juntaban y se separaban con la misma rapidez. La piel pálida de Diana regresó a su color normal, su delgado cuerpo se hinchó un poco hasta recuperar todo el peso que había perdido, y su frente se enfrió hasta que no era más que un calor templado y sano.

Al mismo tiempo, las fuerzas de Aurora desaparecieron poco a poco. Su cuerpo empezó a temblar con más violencia, y un frío polar la abrazó como un manto. Oyó voces, y supo que la muerte había cambiado de presa. Su cuerpo, débil y frágil, se inclinó poco a poco hasta tumbarse al lado de Diana, pero no soltó su mano. Ni siquiera cuando los ojos se le cerraron muy lentamente,  ni siquiera cuando supo que era el fin. Apretó la mano de la princesa durmiente con todas las fuerzas que le quedaban, y susurró unas palabras tan bajo, que ni siquiera ella se escuchó.

"Hasta siempre, amada mía. No dejes que mi partida sea en vano. Vive, ama y llora; sé feliz, y no malgastes tu vida".

Y Aurora murió.

Instantes después, Diana abrió los ojos. Al principio no se movió, pensando que era un sueño o una pesadilla. Se dio cuenta de que no era ninguna de las dos cosas, y entonces notó algo frío alrededor de su mano. Se incorporó, lentamente, y el horror se cernió sobre ella al mismo tiempo que su alma se derrumbaba por los suelos.

Y la casa de Diana se llenó de lamentos y gemidos, de súplicas y lágrimas, de gritos de injusticia y de palabras de amor.

Las sirvientas entraron a toda prisa en los aposentos de la princesa, y se encontraron con una escena insólita: a la princesa Diana, recuperada y rodeada de un mar de lágrimas, y a la princesa Aurora, muerta y abrazada sin vida a su amada.

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