Después del anochecer, ellos me limitaban a mi habitación. Una pequeña habitación con una ventana, donde las palabras dichas minutos antes forman largas oraciones y se envolvian en un círculo sobre mi cabeza, así como esas cajas de música que las madres amorosas enganchan a los lados de las cunas de sus pequeños.
Odiaba mi habitación. Yo odiaba la oscuridad. Ellos lo sabían, y se complacían encerrándome allí. Me encerraban donde podían atraparme.