Prólogo

17 0 0
                                    

Era un bonito día de primavera y mi mejor amiga y yo habíamos salido a tomar un café después de clase, como todos los jueves. Nada de chicos, nada de estudios ni de familia. Sólo ella y yo. Ese día, elegimos la cafetería de enfrente de la facultad, puesto que mi coche estaba en el taller y la moto la tenía Chase.

A ninguna de las dos nos pareció una idea brillante el transporte público, puesto que somos hijas de quien somos y, en barrios peligrosos como el de nuestra cafetería favorita, eso no contribuye. Había ido varias veces a ese establecimiento después de mi primer encontronazo con lo que realmente soy, pero en ninguna ocasión había flaqueado tanto. Juraría que estaban las mismas personas sentadas en los mismos sitios. Incluso el mismo camarero, con su uniforme verde botella. Las manos me temblaban, las rodillas se me doblaban y los dientes castañeaban, y no hacía para nada frío. Si algo aprendí esos meses fue a percibir el peligro y, en ese momento, una manada de tiburones nos rodeaba. Mi acompañante enseguida se dio cuenta de que no estaba bien y me sentó en la primera mesa que vio. Cuatro adolescentes llenos de granos y con una especie de pelusa en la cara nos miraban atónitos por el hecho de que invadimos su espacio con mi trasero. Todavía no habían pedido así que, gracias a dios, no se rompió ninguna taza.

—Eh, niñatos. —Ninguno superaría los quince—. Moved el culo y ayudadme si no queréis a una niña inconsciente en vuestra mesa.

Todos obedecieron. Lógico, yo también lo habría hecho. Mi amiga es simpática, cariñosa y todo lo que quieras pero, si la mosqueas, abre mucho los ojos, levanta la ceja derecha y entreabre la boca. Si a eso le sumas su aspecto diario, acabas acojonado. Entre todos me sentaron en un sillón y me sirvieron un café con leche condensada. Lo necesitaba. Empecé a recuperar la visión, aunque, preferiría no haberlo hecho. Lo más discreto me pareció esperar unos minutos para coger mi iPhone y enviarle un mensaje a la chica que tenía enfrente.

«Tenemos que irnos, rápido. Voy a llamar a Chase para que venga. He visto algo sospechoso»

—K, mira el último tuit que he retuiteado. Es súper gracioso —le dije, es una especie de contraseña que creamos para que la otra mire su móvil sin llamar la atención.

—¡Madre mía! ¿Has visto qué hora es? Las siete, hay que irse —contestó para disimular—. Barney, apúntalo a la cuenta —le dijo al camarero.

Salimos del café y vimos el coche de Chase parado en la calle contigua, con la puerta del conductor abierta y su interior vacío.

—¿La llevas? —preguntó mostrando su pistola.

­—Por supuesto —contesté echando la mano a mi bolso y sacando una calibre 9mm.

Cuando echamos a correr un tipo alto y desgarbado, algo encorvado y rubio me guiñó un ojo. Si sabía reconocer el peligro, lo había olvidado todo. Eso había sido un guiño de la muerte. El guiño de mi muerte.

El guiño de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora