Sandy volvió a echar un vistazo hacia su izquierda y maldijo en voz baja. Eric se había dado cuenta de que ella lo miraba y era justo lo que no quería. Eso de tener los puestos de trabajo tan cerca no era bueno, nada bueno. Tal vez lo había sido antes, no ahora.
Cerró los ojos y tomó coraje, le daba... No sabía qué, pero algo le daba; quizás vergüenza, bronca... (o las dos cosas) pasar cerca de Eric y que él ni siquiera se dignara a levantar la vista o regalarle una sonrisa, tal vez hueca, no importaba, aun así, sería un gesto distinto a la indiferencia. Esa que ya le dolía demasiado.
Se puso de pie, dio dos sonoros pasos con sus tacones altísimos e inspiró profundo. ¡Qué duro era mantenerse alejada de la persona que amaba!
Se había enamorado estúpidamente jugando un juego que sabía que era peligroso. El coqueteo no les había alcanzado y lo habían llevado más allá. Habían terminado enredados en una cama, claro que, después de devorarse a besos en la sala de copiadoras, y de tocarse sin vergüenza alguna en el ascensor aquel día de horas extras inventadas a conveniencia.
Ella no tenía la culpa de que Eric fuese un maravilloso besador, por supuesto que no. Aunque tenía la culpa de querer corroborarlo por segunda vez, después de haberlo sabido de primera mano. Tampoco tenía la culpa de que a él le gustaran los ligueros y las prendas íntimas de encaje, sin embargo, sí era responsable de habérselos mostrado con tanto atrevimiento. Y no tenía ninguna responsabilidad, ella, de que a él le encantaran los mordiscos, la rudeza propia de la pasión desenfrenada o alguna que otra nalgada. ¿Cómo alejarse de ese gusto compartido? Acaso, por congeniar tan a la perfección, ¿era también responsable? No, por supuesto que no.
¿A quién quería engañar? Sí, lo era.
Y lo peor de todo... no tenía derecho a decir nada, porque supo desde el mismo día que se presentó ante esa carita de niño bueno y cabello ondeado y despeinado, ojitos dulces y sonrisa perfecta, que él sería su perdición. Aun así, no había podido evitarlo. Y eso que, para entonces, todavía no conocía nada de su inquietante personalidad, eso había sido poco después.
Sandy reconocía que su propia apariencia era engañosa. Había comenzado a tenerla adrede, para contrarrestar su timidez, una que, por cierto, con Eric no había existido. Sin embargo, tanto había practicado su actitud, que ya se le daba de forma natural actuar como la mujer que no era en realidad. Por ese motivo él había pensado como pensó, que sería una de esas mujeres liberales y modernas que sabían jugar el juego de la seducción y practicar sexo vacío de sentimientos.
¡Vaya equivocación!
―¡Aquí estás, amiga!, por fin te encuentro ―dijo Marta. Ambas estaban sirviéndose un café de máquina en el descanso de las escaleras. No pasaron ni dos segundos cuando la mujer notó la tristeza en los ojos de Sandy―. Hey, ¿ahora qué?
―Lo de siempre, Marta. Ya tomé la decisión: voy a renunciar. Es muy difícil seguir así. Duele. Duele mucho.
―Ni se te ocurra llorar ―le dijo en tono de advertencia―. Después van a estar mirándote y cuchicheando por los rincones. Ya demasiado lo hacen.
Y era cierto.
Sandy no era una mujer bonita, aunque sí, atractiva, sugestiva, y por eso nadie podía quitar los ojos de ella al verla pasar. Las mujeres tenían cierto recelo; algunas, envidia también. Y los hombres, no todos, aunque sí algunos, le tenían ganas, así decía Marta. Sin embargo, ella solo había aceptado a Eric, el único hombre que había llamado su atención después de separarse de su novio. Eterno y dulce novio que más que pareja había sido un amigo.
El tiempo no había jugado un buen papel en su noviazgo, habían sido muchos años juntos que habían terminado con el poco amor que se tenían y con la escasa pasión que compartían. Se les había agotado la lucha por defender lo indefendible.
«No nos queremos», se dijeron un día y se despidieron para siempre. La consecuencia había sido una mudanza y, por necesidad económica, un cambio laboral.
Ahí estaba, en el nuevo trabajo, enamorada como nunca y llorando por los rincones por haber aceptado tener sexo (del bueno y del que disfrutaba mucho, detalle no menor) con un compañero de trabajo que, además de guapo, era dulce y cariñoso. Bueno, también era simpático, generoso, buen conversador, con gusto para la ropa y los perfumes... también para las flores. Todavía conservaba la que le había regalado una vez, estaba secándose entre las páginas de su libro favorito.
―No voy a llorar ―dijo borrando con un dedo la insolente lágrima solitaria que apenas alcanzó a rozar su mejilla.
―Díselo, hazme caso por una sola vez. Díselo. Dile lo que sientes, dile que te duele su indiferencia.
―¿Cómo voy a decirle que me enamoré de él? ¡Por favor, Marta! No quiero su lástima, mucho menos su regocijo masculino.
―No seas necia, sabes que no es capaz de eso.
Sandy se arrepintió de sus palabras, en realidad Eric no era capaz de eso. Él era una buena persona, tan buena, que se había ganado su amor. Y, por no encontrarle defectos, seguía anclado ahí en su corazón desde hacía ya dos meses y cuatro días.
―¡Dios mío! ―susurró sorprendida Marta―. Me tengo que ir. Sandy, no olvides que te adoro y que lo que hago es por tu bien. Hola, Eric ―dijo escabulléndose, ya se disculparía con su amiga por la encerrona.
Los músculos de Sandy se tensaron todos, ni uno quedó flojo. A su espalda estaba él, podía olerlo, sentirlo... No quería darse vuelta porque mirarlo de cerca era una crueldad. Además, sus manos se elevarían solas hasta esa pequeña y revoltosa hebra de cabello que a veces le tapaba un ojo, sus labios se acercarían a los de él para confirmar la suavidad y su mirada se perdería en el chocolate de los brillantes ojos que seguramente la observarían.
Escuchó el movimiento detrás de ella e intentó no sobresaltarse al sentir la mano de él en su hombro. La esquivó como si le quemase, y es que así lo sentía.
―Perdón, no quise molestarte. Me quiero servir un café ―murmuró Eric, y buscó la mirada felina que lo había atrapado un día, para no soltarlo nunca más.
Adoraba la mirada de esos ojos rasgados y que, bien maquillados, resaltaban por ese color verdoso tan poco común: una mezcla de verde y marrón que nunca había visto.
―Claro, sírvete, y no me molestas, es solo que me asustaste ―dijo ellasorbiendo de su vasito de plástico. Incómoda era una palabra que no le hacíajusticia a su estado―. Te dejo, tengo que ir a trabajar.
Continuará...!
Si quieren encontrar relatos como este, pero competos podrán hacerlo en el libro.
Gracias por leerme.
ESTÁS LEYENDO
Ven... te cuento.
RomanceEsta es una recopilación de historias cortas, eróticas en su mayoría como es mi estilo de escritura y, como todas mis historias, realistas. Algunas, incluso, reales y otras toman algún detalle de la vida misma, pero le agrego ese condimento necesar...