Lucía amaba leer esas novelas en las que se contaban fuertes historias de amor, pasión desenfrenada y sexo lascivo. Historias de hombres ricos, poderosos, hermosos, viriles al punto de lo irreal y con problemas de la niñez no resueltos, que se enamoraban de una mujer que no se reconocía bella o sexi y se veía casi insignificante. Dama que, generalmente, era de una realidad socioeconómica diferente, sin embargo, orgullosa a tal punto de no aceptar siquiera los regalos, de esos caros e incomparables, que dicho hombre le ofrecía llegando en su limusina con vidrios oscuros.
Las adoraba y fantaseaba con ellas hasta lo impensado. No le importaba que se pareciesen unas con otras y hasta sonaran repetitivas, todas llenas de páginas con párrafos de temáticas similares y personajes estereotipados... No, no le importaba, y las engullía cada noche, una tras otra.
Lloraba a mares y se enamoraba de cada uno de los personajes masculinos. Tanto si eran sadomasoquistas o practicaban un tipo de sexo con el que ella no estaba de acuerdo, si humillaban a las mujeres, si las engañaban o las celaban llegando a desconfianzas insanas; esos eran detalles que su mente no registraba porque esos hombres ¡eran tan bellos...! Y siempre terminaban diciendo «te amo» y regalando una noche que... ¡Madre mía!, qué noches regalaban. Eternas y apasionadas, con finales increíbles, como los de sus propios sueños.
Sí, ella se enamoraba de esos caballeros vestidos con trajes a medida y de sus formas de amar, sin importar cuáles o cómo eran. Porque, sin analizar demasiado cuánto de real podía tener cada historia, Lucía terminaba siempre creyendo (y alimentando) la fantasía de vivir ese enamoramiento a primera vista, ese contacto visual que describían las escritoras como único. Quería experimentar la corriente que nacía en alguna parte del cuerpo y terminaba anidando entre sus piernas, quería derretirse ante una mirada intrigante y profunda de un hombre hermoso, enloquecía por ese roce impaciente que les erizaba la piel y les tensaba hasta los dedos de los pies, anhelaba sentir por un hombre un deseo casi irrefrenable que la obligase a luchar contra ella misma por no poder dejar de pensarlo y buscarlo para amarse en cualquier rincón y de la forma más loca y apasionada.... Todo eso quería, o algo al menos de todo lo que las escritoras contaban en sus libros.
Tanto idealizaba esas sensaciones que llegó a comparar su propia historia de amor con una novela erótica. Le buscó las semejanzas, también las diferencias, y las adaptó hasta lograr la idea. Claro que no se refería a su vida completa sino a una pequeña porción de ella. Y, fuera de toda utopía, sabía que su realidad no se asemejaba a la de ninguna sufrida protagonista literaria. Sin embargo, eso no le impidió soñar y enredar su vida con sus ilusiones.
Cuando esa pequeña porción de la historia de Lucía comenzó, tenía veintitantos años, menos de treinta. Sí, como sus personajes preferidos.
Entonces era secretaria ejecutiva en una empresa importante en la que el jefe máximo, el señor Girard, un elegante y simpático francés de ojos verdes, la trataba muy bien. Había comenzado como pasante y, por su buen desempeño, había sido contratada de forma efectiva, como una de las tres secretarias de gerencia, mucho más rápido de lo pensado. Y así de rápido, un buen día el señor Girard le propuso un ascenso y le asignó tareas laborales con su hijo mayor, Jean, cuando este asumió como presidente.
Jean era muy amable y educado. Rondaba los cuarenta y, aunque era buen mozo, muy buen mozo, tal vez demasiado y lo sabía, no era el tipo de hombre que se ganara las miradas de alguien como Lucía. Porque, además de ser casado y divorciado, dos veces (detalle que a ojos de ella lo transformaba en una persona indecisa e insatisfecha), era arrogante y egocéntrico. Esas cualidades tampoco le parecían simpáticas en un hombre real, aunque la enamorasen entre hojas de papel.
Así era como Lucía tenía catalogado a su jefe.
Si bien Jean Girard no era el tipo de hombre por el que Lucía suspiraría, parecía que ella sí era el tipo de mujer que a él le gustaba. O uno de los tipos de mujer que a él le gustaba, ya que ella daba por seguro que era un mujeriego sin intenciones de compromiso que, como buen conocedor de su beldad, disfrutaba de seducir a señoras y señoritas de buen parecer, quienes se dejaban deslumbrar con su elegancia y su dinero.
Sí, era un poco prejuiciosa al respecto y lo sabía porque, a decir verdad, ella no lo conocía lo suficiente como para formarse una idea tan férrea sobre su personalidad. Solo tenía una perspectiva laboral, nada personal y, sin embargo, ella juraba por su madre a quien le preguntase, que él era así, pues daba esa impresión.
―Lucía, por favor, ¿me traerías las copias que mandé a imprimir? Ya deberían estar listas. ―Su voz por el intercomunicador era impresionante, aun así, hasta eso le producía cierto rechazo.
―Sí, señor.
―Sí, Jean, Lucía. Sí, Jean. ―Ella ignoró el comentario poniendo sus ojos en blanco. Nunca lo llamaría Jean y él no se daba por vencido, insistía e insistía. Incluso delante del padre, cualquier empleado o cliente de la empresa, y era muy incómodo.
Además de que, llamándolo señor, a Lucía le parecía un trato de más respeto hacia un superior en su trabajo, era el trato que encontraba para poner freno a sus constantes insinuaciones y a algunas invitaciones. No en vano ella tenía tan mala impresión de su jefe. Era casi un acosador, elegante y educado, pero un cansino e incordioso perseguidor del «sí, acepto la salida». Respuesta que no llegaría nunca de voz de su secretaria.
―Permiso... Las fotocopias ―dijo Lucía al entrar en el refinado despacho.
―Gracias, Lucía. Debo decir que hoy estás demasiado hermosa como para volver a tu casa tan temprano. Podríamos ir a comer algo después. ¿Qué te parece?
―Lo mismo de siempre, señor, que no va a ser posible. Gracias por la invitación.
―Lucía, ¿qué tengo que hacer...? ―El ruido de la puerta de la oficina abriéndose los interrumpió. Un joven, del que ella no pudo definir la edad, entró sonriente y con un natural desparpajo giró sobre sus talones a modo de paso de baile, luego se inclinó como haciendo una reverencia a Jean y con una carcajada alta casi gritó.
―Aquí estoy señor Jean Girard para lo que me necesite.
―Michel acabas de arruinarme una posible cita con la señorita más linda de la empresa. ―Lucía presionó sus párpados tratando de no dejar ver su enojo. Le molestaba que fuese tan desubicado. No quería dar que hablar a sus compañeros y mucho menos dejar el puesto que con tanto sacrificio había logrado, no obstante, si el señor Girard no cambiaba de actitud estaba dispuesta a hablarlo con su padre, o renunciar. Dependía del humor del día en que tomase la decisión.
―¿Podría dar fe de eso en unos días? Digo, lo de la señorita más linda de la empresa, tal vez no sea así ―respondió el joven, presumiendo su encanto y simpatía.
Continuará...!
Si quieren encontrar este relato completo, deberás leer el libro.
Gracias por leerme!!!
ESTÁS LEYENDO
Ven... te cuento.
RomanceEsta es una recopilación de historias cortas, eróticas en su mayoría como es mi estilo de escritura y, como todas mis historias, realistas. Algunas, incluso, reales y otras toman algún detalle de la vida misma, pero le agrego ese condimento necesar...