los gemelos traviesos

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Pedrito y Juanito eran inseparables, hermanos gemelos con un lazo especial y estaban entre los pocos niños de su edad que quedaban en el pueblo. Eran conocidos por sus travesuras, y muchos ancianos ya estaban hartos de ellos.

Como en todos los pueblos, en el que residían los niños había un viejo huraño, uno de esos abuelos cascarrabias y con mal carácter al que pocos echan de menos cuando muere. Ese era el caso de don Vicente, que cuando falleció a los 75 años de edad no dejó más que una sensación de alivio entre sus vecinos. Los gemelos, no dudaron ni un segundo que tenían que ir a investigar. Nunca habían visto un muerto y su curiosidad fue tan grande que decidieron colarse en la casa de don Vicente. Prácticamente no fue nadie a presentarle sus respetos a don Vicente. Tal era el abandono del cadáver del anciano que incluso faltando pocas horas para su funeral ni siquiera le habían metido dentro de su ataúd y aún descansaba sobre una mesa en mitad del salón de su casa. Los chiquillos traviesos con una total falta de respeto lo manosearon, le intentaron abrir los ojos y la boca, le movieron los brazos como si fuera una marioneta y le imitaron mientras se reían de él, pero un ruido en la finca les alertó. Corrieron hacia la salida, pero ya era demasiado tarde y, sin saber dónde ocultarse, se metieron en un pequeño armario que estaba tirado en mitad del suelo del recibidor.

Eran el cura y el herrero, que discutían sobre el velorio de Don Vicente. Ambos trataron de levantar el ataúd pero se dieron cuenta de que ya estaba lleno, pues los niños se habían escondido en él cuando los hombres hablaban. - ¡Ves! aún quedan buenos samaritanos en el pueblo, alguien nos ha facilitado el trabajo y ha metido a don Vicente en su caja. Llevémoslo a su descanso eterno – dijo el cura. Los niños escuchaban toda la conversación desde el interior del féretro, pero era tanto el miedo que tenían al cura que no quisieron ser descubiertos.

Nadie acudió al funeral de don Vicente, así que el cura decidió realizar una versión rápida de la misa que duró tan solo cinco minutos. Los niños, víctimas del calor y el aburrimiento se quedaron dormidos. No pasaron más de cuarenta minutos cuando un ruido en la tapa del ataúd les despertó. Paletadas de tierra caían sobre la caja que ya había sido sellada y ni las patadas ni los gritos de los gemelos parecieron alertar al anciano enterrador que era conocido en el pueblo por su sordera. Los niños quedaron enterrados vivos y nadie parecía haberse dado cuenta…

Los padres de Pedrito y Juanito se alarmaron cuando anocheció y no aparecían por ninguna parte. La madre recordó la muerte de don Vicente y tuvo la intuición de que los niños probablemente fueran a curiosear, pero allí no encontraron más que el cadáver del anciano sobre la mesa del salón, los vecinos se alarmaron cuando encontraron al muerto aún sin enterrar y rápidamente llamaron al cura. – ¿Cómo que no está enterrado? Yo mismo le llevé al cementerio -, – Eso es imposible, padre, don Vicente aún descansa sobre la mesa de su casa -, – Pero el ataúd estaba lleno cuando lo enterramos, si no fue a él ¿A quién hemos sepultado? -.

La cara de miedo de la madre se reflejó al instante, ellos eran capaces de haberse metido dentro del ataúd en una de sus travesuras. Por más prisa que se daban en desenterrar el ataúd, el tiempo parecía eterno para los habitantes del pueblo. Llevó varios minutos remover suficiente tierra como para poder abrir el ataúd. Lo que encontraron allí dentro fue un espectáculo escalofriante. Los niños habían muerto asfixiados, pero no sin antes luchar por sus vidas intentando escapar. Se habían destrozado las uñas de las manos arañando la madera y sus pequeños cuerpecitos estaba cubiertos de sangre. En plena desesperación habían tratado de romper la caja a golpes y se habían lastimado entre ellos y, probablemente fruto de la misma desesperación, habían acabado peleándose como animales acorralados, de modo que podían verse marcas de mordiscos y arañazos en los cadáveres de los gemelos.

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