SEGUNDA PARTE

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SEGUNDA PARTE

Luz.

Pero era una luz irreal. No era luz solar, ni se parecía a ninguna otra que hubiese visto en su vida. Poco a poco pudo ir enfocando la visión, conforme sus ojos se acostumbraban a la claridad. Había visto un puñado de cosas raras en su treinta y cinco años de vida, pero aquella se llevaba la palma. Por un instante, se le olvidó el hambre, la sed, y hasta las cosas que se arrastraban en la planta de abajo. Lo que se veía tras el dintel de la puerta era casi imposible de describir. La primera impresión era que se trataba de una especie de vestidor de reducido tamaño, en el que podrían entrar con cierta holgura tres o cuatro personas, pero no más. Las paredes brillaban con una luz violácea que parecía provenir de todas partes y de ninguna a un tiempo. Era como si la luz fuese una presencia viva y aquél fuese su hogar. Pero al seguir mirando durante un rato se acababa apreciando que las paredes eran sólo un disfraz, que no existían límites físicos en aquel habitáculo. La percepción de lo que se veía cambiaba con el tiempo, y quién sabe si también cada persona que lo mirase percibiría una cosa distinta. Por el rabillo del ojo, detectó cómo las paredes se movían, su superficie se ondulaba rítmicamente como si se tratase del interior de algún órgano vital de un inmenso e inimaginable ser, pero al fijar la vista en ellas volvieron a ser simples y lisas paredes.

-¿Qué demonios eres? –preguntó Kevin, totalmente convencido de que aquella habitación no era más que un disfraz. Había leído en blogs de dudosa credibilidad la existencia de puertas a otros mundos paralelos, o de puntos en los que el espacio se doblaba sobre sí mismo y podían suceder cosas extraordinarias e imposibles físicamente. Después de todo, quizá todas aquellas locuras que leía podían tener algo de verdad. ¿Y si lo que tenía delante era un agujero de gusano? ¿Y si lo llevaba a algún punto desconocido del universo, en el que moriría nada más aparecer, reventado por la presión o asfixiado por la falta de oxígeno? ¿Sería eso peor a ser devorado por las cosas que se arrastran?

Todavía no estaba preparado para cruzar la puerta. Aún no estaba lo suficientemente desesperado. Pero lo estaría, estaba seguro. En algún momento no tendría más remedio que entrar allí.

¿Y si lo hacía ahora? Adiós al hambre. Adiós a tener que beber su propia orina. Y sobre todo, adiós a Marvin.

Movió ligeramente su pie derecho. Apenas unos centímetros, en dirección a la habitación que no era una habitación. Y de repente, algo se movió al lado de su pie. Dio un respingo y casi perdió el equilibrio. Una cucaracha, enorme, surgió de la oscuridad y se introdujo en la habitación, atraída por la extraña claridad como un insecto se ve atraído por la luz ultravioleta hacia la malla electrificada de una lámpara exterminadora. Kevin siguió su camino con la vista, extasiado, incapaz de parpadear. La cucaracha se movió de un lado a otro, caminó por las paredes y volvió a bajar al suelo. Inspecciono cada esquina en busca de algo que sólo ella sabía. Mientras estuvo en movimiento, no sucedió absolutamente nada. Pero cuando se detuvo un par de segundos, probablemente a descansar, o a trazar algún plan tan complicado como su mente de cucaracha fuese capaz de preparar, los acontecimientos se precipitaron. Hubo un fogonazo de luz, intenso como el nacimiento de una estrella. Kevin cerró los ojos a tiempo de evitar que sus retinas se derritiesen como un helado en agosto. Cuando se atrevió a abrirlos de nuevo, y a pesar de que estos se empeñaban en repetir el fogonazo convirtiéndolo en pequeños globos de color que flotaban y se desvanecían continuamente ante él, lo que vio le dejó la sangre helada en las venas como si le hubiesen inyectado una buena dosis de oxígeno líquido. La cucaracha estaba allí. Las dos cucarachas. Como si de una inmensa fotocopiadora orgánica se tratase, la habitación había duplicado al asqueroso bicho. La cucaracha original salió aturdida de allí en busca de la oscuridad salvadora. La otra se mantuvo quieta, como si estuviese muerta. Aunque eran totalmente idénticas, Kevin sabía que aquella era la copia. Era imposible que fuese de otra manera. Quizás emitía algún tipo de radiación que no se percibía de forma consciente, pero así era. Durante unos minutos se quedó en el mismo lugar, y de pronto, reaccionó. Al principio, sólo movió las antenas. Luego hizo lo mismo con sus patas, como si las probase para ver si funcionaban bien. De su repugnante caparazón surgieron dos grandes alas que estiró y plegó un par de veces. Se encogió sobre sí misma, y saltó. Sobre Kevin. Extendió las alas y él pudo oír su batir al lado de sus oídos como si fuese un helicóptero. Se coló por el cuello de su camisa y la sintió mordiéndole la piel de la espalda, desgarrándola.

-¡AAAAAAH! –gritó mientras intentaba alcanzarla con las manos. Se golpeó la mano herida y puntos negros flotaron en su campo de visión. Estuvo a punto de desmayarse, pero supo con extraordinaria certeza que si se desmayaba la cucaracha seguiría excavando en su piel hasta llegar a su corazón. Se incorporó, mareado, y se lanzó con todas sus fuerzas contra la puerta, que se cerró de golpe aplastando a la cucaracha contra su espalda. Oyó el repugnante crujido y sintió sus flujos vitales resbalando por ella hasta detenerse en el elástico de su calzoncillo, empapándolo.

No era capaz de precisar el tiempo que estuvo a salvo en la bendita oscuridad, apoyado contra la puerta que daba paso a la enigmática habitación.Cuando se quitó la camisa, sintió caer a sus pies los restos de aquel ser que había resultado ser una copia exacta de la cucaracha pero infinitamente más violenta y voraz. De una patada, la apartó lo más lejos posible. De repente, en la planta de abajo, a un mundo de distancia, sonó el teléfono.

-Vete a la mierda, Marvin –dijo voz baja – No tengo tu puto diner...

Se detuvo. Todo apareció ante él con una inusitada claridad. El billete de la suerte. La habitación.

Abrió la puerta, y arrastró el billete dentro. Tuvo que introducir un segundo los dedos en la luz, pero se cuidó mucho de no permanecer inmóvil ni una milésima de segundo.

El fogonazo.

Dos billetes. Dos malditos billetes exactamente iguales hasta en la más mínima arruga. Los recogió, y los observó a la luz violácea que provenía de la habitación. El teléfono dejó de sonar en la planta de abajo. Tras unos segundos, volvió a hacerlo de nuevo.

-Ahora me sacaras de aquí, maldito cabrón- dijo, mientras descendía con cuidado las escaleras en dirección a su billete de salida con forma de teléfono.


Se arrastran en la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora