Perdón

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Era el 31 de octubre a media mañana y un joven pelirrojo trataba de abrirse paso en medio de la gente que recorría las calles del pequeño poblado dónde vivía, se le había hecho tarde; a pesar de que la fiesta tradicional del poblado sería en los siguientes dos días, la llegada de turistas, nacionales y extranjeros, ya tenía abarrotado el lugar desde que inició esa semana.

-Con permiso... – estaba en una callejuela a un par de cuadras del pequeño restaurante donde trabajaba de mesero, debía haber llegado antes de las ocho y ya eran las diez – ¡con permiso! – pidió molesto para que le permitieran el paso, pero la gente no se alejaba de los puestos de artesanías callejeros, buscando comprar recuerdos – ¡Demonios! Si llego más tarde, ¡Santiago me va a matar! – su voz era desesperada.

Tenía seis meses en ese lugar; había llegado por simple coincidencia, pues cuando tomó un autobús en su ciudad natal, trasbordó en una terminal, después en otra y otra, para, posteriormente, bajarse antes del destino final del último autobús que había tomado, el cual iba directamente a una playa, pero, al recordar que estar en un lugar con demasiado sol le ocasionaría problemas, prefirió adelantar su descenso.

Obviamente llegó sin conocer a nadie, rentó una habitación en una posada y, al día siguiente, empezó a buscar empleo; no le importaba en lo más mínimo de qué, él quería trabajar de cualquier cosa honrada, necesitaba obtener dinero antes de que se le acabara el que llevaba. Así, llegó al pequeño restaurante de comida típica donde la dueña se compadeció de él, a pesar de que su hijo mayor, Santiago, no confiaba del todo en el pelirrojo, especialmente porque no quiso responder preguntas personales; al contrario, Fernando, el hijo menor, lo recibió muy bien. Isaac se convirtió en mesero junto a Clara, una jovencita menor de edad que ya tenía un bebé; y de vez en cuando, Fer también ayudaba en esa tarea, aunque muy poco, pues estaba estudiando la preparatoria.

Después de instalarse de manera fija, rentando un pequeño cuarto con su paga y las propinas, empezó a depositar una pequeña cantidad de dinero en la cuenta de banco de su madre, pero no le marcaba, ya que no contaba con un celular, ni le enviaba ninguna carta con noticias; solo un par de semanas antes, le mandó una carta y una foto de él, esperando que su madre no se preocupara, pues la dejó muy triste al partir; deseando que su padre ya no estuviera tan enojado y al menos se alegrara de saber que seguía vivo; y finalmente, resignado al pensar que Uriel ya ni siquiera lo recordaba. Aun así, no puso una dirección en el remitente, pues en el fondo de su corazón, aun anhelaba que el pelinegro pensara en él, aunque fuera un poco, y, a pesar que sabía que era una idea loca de su mente, quería creerlo de esa manera.

Por fin alcanzó la puerta del local y entró cuando un par de personas, notablemente extranjeros, salían de ahí mismo.

-¡Buenos días! – saludó efusivamente al llegar a la caja.

-Llegas tarde – Santiago lo miró de soslayo – Clara y Fer no se dan abasto, te dije que eran días pesados – señaló.

-Lo siento... – se disculpó el ojiverde dejando su pequeña mochila bajo la mesa de recepción y tomando un delantal – me quedé dormido porque anoche me fui muy tarde de aquí ¿recuerdas? Me dijiste que lavara los platos y todo lo demás – dijo con nerviosismo – y también había mucha gente en la calle cuando venía para acá, no podía pasar...

-¡Eso no importa! – el moreno entrecerró los ojos – tu deber es llegar temprano, a menos que no te interese el trabajo...

-Ya no lo regañes – la señora Yolanda, dueña del lugar, se asomó por la barra de la cocina – Isaac, lleva esto a la mesa dos – sonrió.

El niño tenía la mirada en el piso ante los regaños de su 'jefe', pero sonrió para la dueña con amabilidad, después de todo, era ella la que lo había contratado – De acuerdo – el pelirrojo tomó la charola con el plato hondo, lleno de un caldo rojizo que liberaba vapor y caminó por las mesas, llevando la orden.

Eres míoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora