Una delicada princesa de cabellos color chocolate vivía en un palacio de cristal, edificado a orillas de un mar tan azul como sus pupilas.
Las hadas más hábiles le confeccionaban los vestidos más bonitos hechos de pétalos de rosa y jirones de niebla blanca, peinaban sus largas trenzas y la perfumaban con aromas embriagadoras.
Pero la princesita no era feliz porque en su corazón se albergaba la envidia. Y presa de su continuada tristeza se pasaba las horas tras las ventanas de su palacio, contemplando las olas azules que se deshacian en espuma sobre las rocas.
Un día distinguio en el horizonte un puntito blanco, que poco a poco se fue agrandando, hasta adquirir la forma de una carabela con todas sus velas desplegadas. Con el impulso de la brisa no tardó en llegar a la orilla.
Un rato después subió al palacio un guapo joven y solicitó audiencia de la princesa.
-¿Qué motivo te ha traído a mi palacio?- le preguntó ella.
-He sabido que siempre estáis triste y me propongo que la sonrisa ilumine vuestro rostro como un resplandeciente rayo de sol.
-Qué atrevido eres, marinero. ¿Ya sabes que los hombres más sabios del mundo han intentado lo mismo?
-Dejadme probar. Si no lo logro, podéis hacer de mí lo que os plazca, hermosa princesa.
-Demuestra tu ingenio, marinero; pero acuérdate de mi advertencia.
El joven pidió un día de plazo para reflexionar y al día siguiente volvió a hablar con la princesa.
-¿Por qué estáis siempre tan triste?- le preguntó.
-A nadie se le ha ocurrido preguntarmelo.
-Pero yo os lo he preguntado.
-Pues bien, yo desearía un joyel incoloro, duro, cristalino, tan puro y transparente como una gota de rocío.
-¿Nada más?
-Sólo eso y sería feliz.
-Lo conseguireis, pero habéis de ir vos misma a buscarlo.
-¿Cómo sabré dónde encontrarlo?
-Yo os guía de, princesa.
Estuvieron varios días navegando en la carabela y, al fin, llegaron a una lejana costa.
-Hemos de separarnos, princesa. Ahora os toca a vos. Seguid por este camino hasta llegar a la cima.
-¿Y qué he de hacer cuando llegue?
-Lo que os dicte el corazón. Si me necesitáis, haced sonar este silbato y acudire en vuestra ayuda.
La princesa se sentó sobre la arena blanda y tibia de la playa y se sintió muy sola y más triste todavía.
Y lloró inconsolablemente muchas horas.
Al dejar resbalar las lágrimas por sus mejillas se percató de que jamás en su vida había llorado.
Y con las lágrimas también brotaba de su corazón aquella envidia que consumía su alegría y no la dejaba ser feliz.
De pronto sonrió, y sus lágrimas, al caer sobre las rocas de la playa, se endurecian adquiriendo un brillo que el mismo sol envidiaria.
Aquella era lo que ella deseaba: gotas durísimas de rocío para adornar su cabellera. Y recogiendo su tesoro, la princesita rio por vez primera en su vida.
Se llevó el silbato a los labios y sopló con toda su fuerza, llamando, como convinieron, al joven marinero.
Éste se presentó, hizo una amplia reverencia ante la princesa y le tendió la mano. Ella se la estrechó agradecida y entonces advirtió que el joven vestía como un príncipe.
Quiso preguntarle cómo había ocurrido aquel cambio, pero no tuvo tiempo.
La playa empezó a oscilar, el mar a encresparse y el príncipe y la princesa se vieron arrastrados por unas olas gigantescas.
La princesa no supo el tiempo que pasó sumergida, ni de lo que le ocurría, hasta que se encontró ante un magnífico palacio con siete torres.
La puerta del palacio se abrió y por ella entró el príncipe con la princesa, que todavía guardaba en sus manos las lágrimas petrificadas.
Una dama bellísima salió a recibirla.
-¡Gracias, hija mía! Nos has librado del encantamiento de la bruja del mar.
Entonces le contó que la reina de las brujas del mar había convertido al príncipe, su hijo, en un simple marinero, para vengarse. Pero su hada madrina le dijo que volvería a recobrar su verdadera personalidad cuando una princesita, que jamás hubiese llorado, estrechase su mano agradeciendole un favor.
La gentil princesa se casó con el príncipe y fue tan feliz que no quiso regresar a su palacio de cristal.
Sin embargo, éste ya no existía. La bruja del mar, para vengarse de la princesa, desencadenó un violento temporal que deshizo el palacio y lo convirtió en minúsculas particulas, que esparcio por todas las playas del mundo.