Una vez había un rey y una reina y cada uno tenía una hija. La del rey se llamaba Ana, la de la reina, Catalina. Pero la hija del rey era mucho más bella que la de la reina, aunque las dos jóvenes se querían como si fuesen hermanas.
La reina estaba envidiosa de su hijastra y decidió destruir su belleza. Fue, pues, a consultar a la cuidadora del gallinero y ésta dijo que le mandase la muchacha.
Al día siguiente, muy de mañana, la reina dijo a Ana:
-Hija mía, ve al gallinero y la encargada te dará unos huevos.
Al salir, Ana pasó por la cocina, encontró un pedazo de pan, lo agarró y se lo comió por el camino.
Al llegar al gallinero, pidió huevos como le habían ordenado, y la mujer que cuidaba de las gallinas le dijo:
-Levanta la tapa de esa olla y mira.
La muchacha lo hizo y no sucedió nada.
-Ve a ver a tu mamá y dile que cierre mejor la puerta de la despensa- dijo la mujer.
La niña fue a la reina y le repitió lo que la mujer le encargó que dijese.
La reina comprendió por aquellas palabras que la muchacha había comido algo. Al día siguiente la reina la mandó en ayunas, pero la joven encontró en el camino a unos campesinos que estaban cogiendo guisantes, les habló con mucho cariño y le dieron una buen puñado de ellos, que se comió por el camino.
Al llegar al gallinero, la mujer le dijo:
-Levanta la tapa de la olla y mira.
Ana levantó la tapa y no pasó nada. La mujer se encolerizó y gritó:
-Dile a tu mamá que la olla no puede hervir si falta fuego.
Ana fue y le dijo aquello a la reina.
El tercer día la reina decidió acompañarla ella misma hasta el gallinero. La niña levantó la tapa de la olla y su bella cabeza se le cayó y le salió una de carnero. La reina se quedó satisfecha y volvió a casa.
Catalina, la hija de la reina, tapó con un velo la cabeza de su amiga hermana, la agarró de la mano y ambas marcharon en busca de fortuna. Anda que andarás, anda que andarás, llegaron por fin a un castillo. Catalina llamó a la puerta y pidió alojamiento para ella y para su hermana enferma. Al entrar vieron que era el castillo de una reina que tenía dos hijos, uno de los cuales estaba gravemente enfermo sin que nadie supiera un remedio para aliviarlo. Lo más curioso del caso era que todos aquellos que lo velaban una noche desaparecerían para siempre. El rey prometió un almud de plata a quien se quedase con el enfermo, y Catalina, que era muy valiente, se ofreció a permanecer a su lado.
Hasta medianoche todo fue bien. Cuando acabaron de dar las doce en el reloj, el príncipe enfermo se levantó, se vistió y se marchó escaleras abajo. Catalina lo siguió, pero él no parecía percatarse de su proximidad. El príncipe fue al establo, ensilló su caballo, llamó a su podenco, montó a su cabalgadura y Catalina saltó ligera como una pluma y se sentó en la grupa. El príncipe, con Catalina a la grupa, cabalgó a través del bosque. Catalina agarró nueces de los nogales y se llenó el delantal. Cabalgaron sin parar hasta que llegaron a una colina verde. Allí el príncipe frenó el caballo y dijo en voz alta:
-Ábrete, ábrete, colina verde y deja pasar al príncipe con su caballo y su podenco.
A lo que añadió Catalina:
-Y a la dama que va a la grupa.
Inmediatamente la colina se abrió y pasaron los cuatros. El príncipe entró en una gran sala muy iluminada, donde le rodearon hermosas hadas que le invitaron a bailar con ellas. Catalina se escondió detrás de la puerta y vio cómo el príncipe estuvo descansado y en condiciones de poder volver a bailar.
De pronto el gallo cantó y el príncipe se apresuró a montar a caballo. Catalina saltó a la grupa, y emprendieron el regreso. Al salir el sol entraron en el aposento del príncipe y encontraron a su lado a Catalina cascando nueces. Al preguntarle, contestó que el príncipe había pasado bien la noche, pero que no permanecería otra noche a su lado si no le daban el almud de plata. La segunda noche transcurrió como la primera. El príncipe se levantó a medianoche y Catalina fue con él a la colina verde, cogiendo nueces por el camino. Esta vez ya no vigiló al príncipe, sabiendo que no haría más que bailar con las hadas, pero vio a un hermoso duendecillo que jugaba con una varita, y oyó decir a una de las hadas:
-Tres golpes con esta varita devolverían a la hermana de Catalina su antigua belleza.
Catalina empezó a tirar nueces al paso del duendecillo, hasta que éste corrió detrás de ellas olvidándose de la varita, que Catalina agarró y se escondió bajo su delantal.
Cuando cantó el gallo, el príncipe montó a caballo y volvió al castillo con Catalina. Ésta fue enseguida al cuarto de su hermana y la tocó tres veces con la varita. Al momento cayó la cabeza de carnero y apareció en su lugar la cabeza de Ana.
La tercera noche Catalina consintió en permanecer al lado del príncipe, sólo con la condición de casarse con él. Todo sucedió como las dos primeras noches. Pero la tercera noche el hermoso duendecillo estaba jugando con un pajarillo muerto y Catalina oyó que un hada decía:
-Tres bocados de este pajarito pondrían al príncipe tan bien como estaba antes.
Catalina arrojó al duendecillo todas sus nueces y agarró al pajarito, que el duendecillo había dejado en el suelo. Al cantar el gallo regresaron al castillo, pero esta vez Catalina no rompió nueces como otras noches, sino que desplomó al pajarito y se puso a cocerlo. Pronto se esparció por la habitación un olorcillo exquisito.
-¡Ah!- dijo el príncipe enfermo-. ¡Cuánto me gustaría probar un bocado de ese pajarito!
Catalina se lo dio y el príncipe se sentó en el lecho. Y entonces dijo:
-¡Ah! ¡Si yo pudiera comer aunque sólo fuese otro bocado de ese pajarito!
Catalina se lo dio y el príncipe se levantó animado y fuerte, se vistió y se sentó junto al fuego, y cuando entraron los palaciegos aquella mañana, encontraron a Catalina y al príncipe cascando nueces y charlando amistosamente. Entretanto, el hermano del príncipe había visto a Ana y se había quedado prendado locamente de ella al contemplar su extraordinaria hermosura. El hijo curado se casó con la hermana sana y el hijo sano se casó con la hermana curada. Y los cuatro vivieron felices sin beber nunca de la copa de la amargura.