Noche del primero de noviembre, a punto de dar la medianoche, en el panteón de San Miguel, un pequeño pueblo ubicado en la sierra gorda de querétaro, no quedaba ni una sola alma... viva. Los habitantes se habían retirado para dejar que sus muertos disfrutarán de la noche y las ofrendas.
Excepto Carlos y Roberto, dos problemáticos adolescentes conocidos por su fechorías, aparentemente inofensivas, más no por ello dejaban de ser una molestia. El mayor, Roberto de 17 años, era quién llevaba el mando de los dos. Al ser hijo del delegado se sentía invencible, siempre arrastrando a Carlos consigo. Había renunciado a la escuela desde los 15, ni siquiera lo intento. Aparte de causar problemas, no sabía hacer nada más y mientras sus padres se preocupaban por el futuro del muchacho, él se preocupaba por gastarles bromas a sus vecinos.
Carlos por su parte, aún tenía esperanza, según los demás. De los dos Carlos era el menos malvado. Pero de seguir juntándose con Roberto, seguro se volvería un caso perdido. Era una pena. Nadie entendía la razón por la cual el joven dos años menor, le seguía el hilo a Roberto en todo.
Se podia decir, que ambos eran los bromistas del pueblo, colmando la paciencia del pueblo entero. Sus bromas iban desde tocar puertas y correr, hasta cortar el alambrado del cerco de los potreros para que las vacas escaparan.
Y, ese año, se les ocurrió algo nuevo. Había esperado, agazapados entre los matorrales a que el panteón quedará a su disposición. Cuando el vigilante cerró las rejas, ambos chicos salieron de su escondite.
Roberto con una sonrisa malvada, Carlos con el ceño fruncido de preocupación.
-No sé, si nos cachan tu jefe no va poder sacarnos de esta... -dijo Carlos, cuidando de no derribar las velas dispuestas a lo largo del camino. Velas, las cuales tenía entendido eran para guiar a los difuntos y esa idea hacía que la piel se le pusiera de gallina.
-No seas marica -espetó su compinche -, a nadie se le ocurría pensar que fuímos nosotros. Pensarán que fueron los muertos...
Carlos no replicó, su temor no era ser descubierto, su temor eran los muertos. Estar en un panteón ya era por si solo escalofriante, pero estar en un panteón el día en que los difuntos volvían de ultratumba para disfrutar de las ofrendas dejadas para ellos, era peor.
A medida que avanzaba entre las tumbas, sobre los pétalos de cempasúchil, sentía que algo se movía a su alrededor, e incluso le parecía que los retratos de los muertos le miraban fijamente, siguiendo sus movimientos. Roberto por su parte, parecía estar bien, tomando cosas de las ofrendas -especialmente bebidas alcohólicas- y echandolas en un costal que llevaba. De vez en cuando le daba una mordida a algún pan.
-Moles, tamales... ¡Seguro estaban re panzones en vida!-se burló Roberto, mientras sacaba un marcador negro de su chaqueta -. Eso o en este pueblucho son todos una bola de tacaños.
El muchacho le dibujó a uno de los retratos bigotes, y empezó aplaudir su propia gracia. Se volvió a Carlos pero lo vio con la mirada perdida hacia una de las bardas, donde había un par de árboles. Molesto, le dio un zape.
-¿Qué te pasa, idiota?
-Creo que no deberíamos estar aquí -dijo Carlos, sobándose la parte trasera de la cabeza. Estaba pálido y le temblaban los labios al hablar -. Creo que alguien, nos está viendo.
-Ahora me vas a salir con que es un muerto, ¿no? -respondió el otro con fastidio -Te lo digo, a los muertos no les importa si bailamos sobre sus tumbas. Eso del día de muertos y sepa la goma, es puro pretexto para bajarle la lana a la gente y míralos, como estúpidos fueron a comprar pan, tequila, carabelas de azúcar, flores y no sé qué más. De seguro, el Benito se traga todo antes de abrir mañana.
»Mira, ya me chingue las botellas, la comida de por allá -señaló a las primeras tumbas- y ningún muerto ha venido a detenerme. Así que no seas puto, que todavía nos falta.
Las palabras de Roberto, no lograron tranquilizar a Carlos, quien ignorando esa voz en su cabeza que le decía que se fuera de ahí, siguió detrás de su amigo. Conforme avanzaba la noche, más se le olvidaban sus temores y un par de tragos de tequila ayudaron.
Después de robar el alcohol de las ofrendas, manosear la comida y pintar los retratos de los muertos, decidieron que era hora de marcharse. Con los sacos a la espalda, se encaminaron a una de las bardas, por dónde pensaba escabullirse ya que las rejas estaban cerradas con candado.
Como en todo, Roberto iba adelante y carlos le seguía. Algunas de las velas y copales con incienso estaban volcados en el suelo.
-Mañana cuando venga la gente y vea las caras de sus muertos pintarrajeadas se van a ir de espaldas
Carlos se rió de las palabras de Roberto, pero algo le hizo callarse de una buena vez.
-Beto -llamó. El aludido se giró para verlo, no sin cierto fastidio -. Las velas.
-¿Qué tienen las pinches velas? -inquirió Beto con impaciencia.
-Se apagaron.
-No sé... ¿será el viento?-respondió Roberto como si fuera lo más obvio- Deja de pensar en pendejadas y apurate, que se me congelan las manos.
Carlos no replicó. Roberto, debía tener razón. Sin embargo, al poco rato sintió que alguien le respiraba en la nuca.
-Be-beto -volvió a llamar a su amigo. Se había paralizado, pues sentía no solo la respiración, si no una presencia cuya mirada daba la sensación de traspasar el cráneo.
-¡¿Qué chingados quieres?! -bramó y se volvió, decidido a darle una tunda a Carlos para ver si se le quitaba lo miedoso.
Mas, cuando se dio la vuelta, se quedó mudo. Trastabilló hasta tropezar con una tumba, sobre la cual cayó arruinando la ofrenda sobre ella. Se levantó como pudo y se echó a correr como alma que lleva el diablo, dejando atrás su valioso botín pero también a su amigo.
Carlos, quería correr, pero sus piernas no le respondian.
-Es de mala educación darle la espalda a los demás. -Una mano huesuda se posó en el hombro de Carlos, y le obligó a dar vuelta.
Ahí estaba, en los huesos pero con sombrero de sus plumas de avestruz. A pesar de no tener ojos, Carlos sentía la mirada de la catrina sobre él, escrutandolo con atención.
-¿Me vas a matar? -preguntó el chico tragando saliva.
-No se puede matar lo que ya ha muerto, ¿o es que ya se te olvido?
-¿Qué?
La catrina pasó la mirada en el saco de Carlos.
-No te preocupes, querido amigo, seguramente mañana tendrás tu propia altar decorada con tu foto en ella y seguro no te gustará que alguien te pinte un mostacho, aunque mal no te va.
»Con una cruz de ceniza ¿o te gustaría de sal? Incienso para purificar el lugar, en que en tu caso no sé si se podrá. Velas, agua y comida, seguro que no querrás que otro se coma lo que es para ti. Y lo mejor una calavera con tu nombre, para recordarte a ti y a otros que de la muerte nadie salva.
Carlos no podía creerlo. ¿Estaba muerto?
-Espera... -pidió Carlos a la catrina que se alejaba, pero esta le ignoró y simplemente desapareció.
Al día siguiente, encontraron a Carlos boca abajo sobre una de las tumbas, y a Roberto lo encontraron en los alrededores con el cuello roto.
Ya se los llevó la flaca. Dijeron de ellos, pero pocos lo lamentaban. Jugaron con la muerte y ella ganó la partida.--------------
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