El Telégrafo y el Jardin

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Al volver a su casa el señor y la señora de Villefort supieron que el señor conde de Montecristo había ido a hacerles una visita, y les aguardaba en el salón. La señora de Villefort, demasiado conmovida para entrar de repente, pasó a su tocador, mientras que el procurador del rey, más seguro de sí mismo, se dirigió inmediatamente al salón.

Por dueño que fuese de sus sensaciones, por bien que supiera com­poner su rostro, el señor de Villefort no pudo apartar del todo la nube que oscurecía su semblante, y el conde de Montecristo no pudo menos de reparar en su aire sombrío y pensativo.

‑¡Oh, Dios mío! ‑dijo Montecristo después de los primeros sa­ludos‑; ¿qué os ocurre, señor de Villefort?, ¿he llegado tal vez en el momento en que extendíais alguna sentencia de muerte?

Villefort trató de sonreírse.

‑No, señor conde ‑dijo‑, aquí no hay más víctima que yo; esta vez he perdido el pleito, y todo por una casualidad, una locura, una manía.

‑¿Qué queréis decir? ‑preguntó Montecristo con interés perfec­tamente fingido‑. ¿Os ha sucedido en realidad alguna desgracia grave?

‑¡Oh, señor conde! ‑dijo Villefort con una tranquilidad llena de amargura‑, no vale la pena hablar de ello; ¡oh!, no ha sido nada, una simple pérdida de dinero.

‑En efecto ‑respondió Montecristo‑, una pérdida de dinero es poca cosa para una fortuna como la que poseéis, y para un talento filosófico y elevado como el vuestro.

‑Por consiguiente ‑respondió Villefort‑, no es la pérdida de dinero lo que me preocupa, aunque después de todo, novecientos mil francos bien merecen ser llorados, o por lo menos causar un poco de despecho a la persona que los pierde. Pero, sobre todo, lo que más me enoja es la casualidad, la fatalidad; no sé cómo llamar al poder que dirige el golpe que me hiere y destruye mis esperanzas de fortuna tal vez, y el porvenir de mi hija por un capricho de anciano...

‑¡Cómo...!, ¿qué decís? ‑exclamó el conde‑: ¿Novecientos mil francos habéis dicho? ¡Oh!, esa suma merece ser llorada incluso por un filósofo. ¿Y quién os causa ese pesar?

‑Mi padre, de quien ya os he hablado.

‑¡El señor Noirtier! Pero vos me habíais dicho, si mal no recuer­do, que tanto él como todas sus facultades estaban completamente paralizadas.. .

‑Sí, sus facultades físicas, porque no puede moverse; no puede hablar, y sin embargo, piensa, desea, obra, como veis. Hace cinco mi­nutos me he separado de él, y ahora mismo está ocupado en dictar su testamento a dos notarios.

‑¿Pero ha hablado?

‑No, pero se hace comprender.

‑¿Pues cómo?

‑Por medio de la mirada; sus ojos han seguido viviendo, y bien lo veis, son capaces de matar.

‑Amigo mío ‑dijo la señora de Villefort, que acababa de en­trar‑, tal vez exageráis la situación.

‑Señora... ‑dijo el conde inclinándose.

La señora de Villefort saludó al conde con la más amable de sus sonrisas.

‑¿Pero qué es lo que dice el señor de Villefort ‑preguntó Montecristo‑, y qué desgracia incomprensible...?

‑¡Incomprensible, ésa es la palabra! ‑repuso el procurador del rey encogiéndose de hombros‑; un capricho de anciano.

‑¿No hay medio de hacerle revocar esa decisión?

‑Desde luego ‑dijo la señora de Villefort‑; y aún diré que de­pende de mi marido el que ese testamento, en lugar de ser hecho en favor de los pobres, lo hubiera sido en favor de Valentina.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora