Vampa

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»El tiempo del carnaval se acercaba y el conde de San Felice anun­ció que iba a dar un baile de máscaras, al cual sería convidada toda la elegancia de Roma, y como abrigaba Teresa vivos deseos de ver este baile, Luigi Vampa pidió a su protector el mayordomo, permiso para asistir él y Teresa a la función mezclados entre los sirvientes de la casa, permiso que le fue concedido.

» Si el conde daba este baile, era sólo para complacer a su hija Car­mela, a quien adoraba. Carmela tenía la misma edad y la misma es­tatura de Teresa, y Teresa era por lo menos tan hermosa como Carmela.

» La noche del baile, Teresa se puso su traje más bello, se adornó con sus más brillantes alhajas. Llevaba el traje de las mujeres de Fras­cati. Luigi Vampa vestía el de campesino romano en los días de fies­ta y ambos se mezclaron, como se les había permitido, entre los sir­vientes y paisanos.

»La fiesta era magnífica. No solamente la quinta estaba profusa­mente iluminada, sino que millares de linternas de varios colores es­taban suspendidas de los árboles del jardín.

»En cada salón había una orquesta y refrescos, las máscaras se de­tenían, formábanse cuadrillas, y se bailaba donde mejor les parecía. Carmela iba vestida de aldeana de Sonnino, llevaba su gorro bordado de perlas, las agujas de sus cabellos eran de oro y de diamantes, su cinturón era de seda turca con grandes flores, su sobretodo y su ju­bón de cachemir, su delantal de muselina de las Indias, y por fin los botones de su jubón eran otras tantas piedras preciosas. Otras dos de sus compañeras iban vestidas, la una de mujer de Nettuno, la otra de mujer de la Riccia.

»Cuatro jóvenes de las más ricas familias y más notables de Roma las acompañaban con esa libertad italiana que no tiene igual en nin­gún otro país del mundo. Iban vestidos de aldeanos de Albano, de Velletri, de Civita‑Castellane y de Sora. Además, tanto en los trajes de los aldeanos como en los de las aldeanas, el oro y las piedras preciosas deslumbraban.

»Deseó formar Carmela una cuadrilla uniforme, pero faltaba una mujer, y aunque la hija del conde no cesaba de mirar a su alrededor, ninguna de las convidadas llevaba un traje análogo al suyo y a los de sus compañeros. El conde de San Felice le señaló, en medio de las al­deanas, a Teresa, que se apoyaba en el brazo de Luigi Vampa.

»‑¿Permitís acaso, padre mío?

»‑Sin duda ‑respondió el conde‑, ¿no estamos en carnaval?

»Se inclinó Carmela hacia un joven que la acompañaba y le dijo algunas palabras en voz baja, mostrándole con el dedo a la joven. El caballero siguió con los ojos la dirección de la linda mano que le ser­vía de conductor, hizo un ademán de obediencia y fue a invitar a Te­resa para figurar en la cuadrilla dirigida por la híja del conde.

»Teresa sintió que su frente ardía. Interrogó con la mirada a Luigi Vampa, que no podía rehusar. Vampa dejó deslizar lentamente el brazo de Teresa que se apoyaba en el suyo, y Teresa, alejándose con­ducida por su elegante caballero, fue a ocupar, temblando, su puesto en la aristocrática cuadrilla.

»A los ojos de un artista seguramente el exacto y severo traje de Teresa hubiera tenido un carácter muy distinto del de Carmela y sus compañeras, pero Teresa era una joven frívola y coqueta, y los bordados de muselina, las perlas de los brazaletes y pendientes, el brillo de la cachemira, el reflejo de los zafiros y de los diamantes la enlo­quecían.

»Por su parte, Luigi sentía nacer en su corazón un sentimiento desconocido, una especie de dolor sordo desgarraba su alma y des­pués circulaba por sus venas y se apoderaba de todo su cuerpo. Seguía con la vista los menores movimientos de Teresa y de su pareja, cuando sus manos se tocaban, sus arterias latían con violencia, y hu­biérase dicho que vibraba en sus oídos el sonido de una campana. Cuando se hablaban, aunque Teresa escuchase tímida y con los ojos bajos los discursos de su caballero, como Luigi Vampa leía en los ojos ardientes del bello joven que aquellos discursos eran lisonjas, le parecía que la tierra se abría bajo sus pies y que todas las voces del infierno murmuraban sordamente a su oído palabras de muerte y de asesinato. Luego, temiendo dejarse arrastrar por su locura, se cogía con una mano al sillón en el cual se apoyaba, y con la otra oprimía con un movimiento convulsivo el puñal de mango cincelado que pendía de su cinturón, y que, sin darse cuenta, sacaba algunas veces casi en­teramente de la vaina.

El Conde de Montecristo- Alexandre DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora