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    Muchas veces, sobrevaloramos aquellas cosas que no podemos tener. Cosas que sabemos que, indescifrablemente, algún día vamos a conocer por completo, pero al no hacerlo, nos sentimos perdidos si no le damos una respuesta inmediata para quedarnos tranquilos y poder dormir una siesta.

Jamás estuve solo. Nunca completamente antes de cumplir los 17 años y continuando, pero aun así, sobrevaloré la soledad como algo divino hasta que me di cuenta de que de verdad no tenía a nadie. Quise sentirme como el rey de mi propia historia por un segundo y ya estaba fuera de mi casa viajando en un tren a quién sabe que infierno, en donde pude haberme abocado a lo que sería mi inminente perdición. Soportar hambre y frío suele ser, en varias ocasiones, la parte que no nos cuentan a cerca de sobrevivir. Algunos lo disfrazan con frases como "así se forma el carácter" o "la verdad, es solo cuestión de ahorrar un poco más en ciertas temporadas del año...", Pero la verdad es que todas y cada una de las personas que me lo han dicho viven y vivieron toda su vida junto a alguien más; así es más fácil formar el carácter o ahorrar cuando se trata de dos o más personas pagando las cuentas. A veces soy arrogante, lo sé. Eso también alguna vez fue parte de formar el carácter.

Desperté en New Gold Island, pueblito alejado en las costas de Inglaterra, rodeando las 6:00 de la mañana. Es aire estaba cubierto por una especie de terciopelo azul invisible y al principio casi imperceptible; aquel pueblo era hogar lo que sería una futura gran tristeza y el ambiente ya lo había aceptado.
Primero se encontraba el centro, lleno de locales, gamas infinitas de luces y colores todos igual de cálidos y glamorosos. El aroma a mar limpio, el agua salada y los locales gastronómicos creaban una delicia olfativa además de una nostalgia tan fuerte que se inclinaba sobre la piel y hacía que cada músculo se erizara, crispado ante la gran comodidad. Más allá de la carretera, que se extendía sobre un par de grandes colinas floreadas, se encontraba un inmenso bosque y al fin, la costa. Era un pueblo pacífico, la comida deliciosa y en la tarde no había mucho que hacer más que ir a la playa; sin duda era el lugar perfecto para comenzar otra vez, ya que hacía que olvidases todo el peso que cargabas en la espalda al llegar.
Sinceramente, a veces no recuerdo bien porque salí de mi casa en primer lugar. Pero luego, dentro del remolino que es ese momento perdido de 5 segundos antes de dormir y luego de despertar, recuerdo a aquel chico con aura de presumido rey, cuando en realidad no era más que una corona sucia y oxidada, perteneciente a una falsa realeza. Me corté el pelo y me perforé el labio inferior en un vago intento de querer ser rebelde hacia mi familia, cuando lo único que logré fue una paliza y un labio partido. Intenté faltar al colegio una temporada y terminé perdiéndome de estudiar uno de mis temas favoritos; traté beber y acabé despierto en una zanja a kilómetros de mi hogar. Así y en muchas más ocasiones me convertí en un arrogante. Quise ser un príncipe y reinar todo lo que me correspondiera cuando los bienes materiales no son más que efímeras ilusiones. De esa forma es que intenté irme creyendo que todo lo tendría en mis manos al chaquear los dedos.

Gran error.

Por estas situaciones solemos sobrevalorar la soledad, ya que nos sentimos incómodos rodeados de personas, e intentamos acceder al mayor extremo, cuando jamás aprendimos siquiera a no temer a nuestra propia sombra.

Desde que puedo recordar, siempre tuve miedo. No la clase de miedo que se le tiene a los asesinos y políticos corruptos cuando se crece, miedos completamente naturales y que en cualquier momento de nuestras vidas experimentamos al temer por estas, si no miedos como lanzarme a una pileta llena de aguas movidas o a caminar por la casa cuando la luz desaparecía. Es que todo desaparece en algún momento, tan extraño es y tan extraño pasa que nunca sabemos cómo enfrentarlo, mucho menos superarlo. Quizás por eso mis miedos son tan irracionales, porque de esa forma soy yo. Estaba hablando de un pueblo y terminé hablando de lo mucho que me aterra el agua.

Pero aunque parezca raro, estúpido y fuera de lugar, hay ciertas cosas que deben ser contadas. Porque si no las contamos las olvidamos, y los años en los que creí haber estado más solo que nunca fueron los que viví acompañado por segunda vez en mi vida, y definitivamente no lo he querido olvidar.

A veces ocurre que la gente que conocemos con años de sonrisas y abrazos melosos en medio del tenue calor de la primavera son las que se van al primer estallido de la mañana, toman el primer camino hacia el norte y en un segundo, desaparecen. Otras veces, las personas que conocemos en segundos de miradas en el aire y toques invisibles son las que se quedan más allá del balcón y la ventana, más allá de las cenas con tus padres y los viajes de verano. Aunque de vez en cuando no se tiene suerte y no llegas a conocer ni siquiera a los que más te hacen sufrir al final. Pero como dicen...
Mejor estar solo que mal acompañado.
Al principio así lo creí, y de no haberlos conocido a ellos dos, estoy seguro de que hubiese muerto en el instante en el que puse un pie fuera del umbral de caoba de mi casa, dispuesto a enfrentarme con lo desconocido o bien, la nada misma.

La mañana en la que decidí marcharme fue fría. El aire húmedo y las gotas de sudor y resentimiento aún viciaban el ambiente con tal rapidez, una de esas que no te dejaba tiempo para pensar; como una sofocante sensación, como una molestia en el alma y una pesadez en el corazón, aquel clima tan febril lograba hacer sentir a cualquiera que no había cosa en el universo que desease más que librarse de aquel triste lugar. El centro jamás brilló ese día, los locales cerraron temprano y abrieron tarde como si el pueblo completo quisiera hacerme saber el lío en el que me estaba metiendo. "Perdona Anthony, pero la ciudad no va a brillar esta vez para vos"; al principio llegué a tomarme a mal algo que nadie había dicho de una voz que nadie escuchó, pero el centro parecía querer que yo me enterase, que cuando nos oscurecemos nosotros o a los demás, no merecemos que la luz nos opaque, no hasta saber encontrar un retazo de sol propio perdido entre aquella sofocante humedad en una fría mañana de un creciente invierno. No tenía destino alguno, no había marcado paradas pendientes ni puntos en el mapa, no planeaba visitar a nadie ni hacer turismo, ya que, por primera vez en mi vida, mi irracionalidad me había ganado y cada pequeña sombra que vagaba a centímetros de mi cuerpo me estremecía, al darme cuenta de que, por primera vez, comenzaba a estar solo. Y no tenía idea de lo que me esperaba.







Disculpen si es muy corto, pero no quise cargar demasiado el primer capítulo, espero que les guste!!! Besos, Terry~ Dentro de poco estaré subiendo el segundo c:



Danny Aidem: Historia de la guerra más larga de mi vida.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora