Turi Giuliano - 1943 - 2

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Desde el borde de un escarpado peñasco, cerca ya de la cumbre del Monte D'Ora, Giuliano y Pisciotta contemplaban la ciudad de Montelepre. Allá abajo, a pocos kilómetros de distancia, las luces de las casas empezaban a luchar contra la creciente oscuridad. Giuliano incluso creyó oír los altavoces de la plaza, siempre conectados con las emisoras de radio de Roma para alegrar con su música a los habitantes del pueblo que salían a dar un paseo antes de la cena.

Pero el aire de la montaña era engañoso. Tardarían dos horas en bajar al pueblo y cuatro en regresar al monte. Giuliano y Pisciotta habían jugado allí de niños, conocían todas las rocas y las cuevas y las galerías de aquellas montañas. Al pie de aquel peñasco se encontraba el Grotto Bianco, la cueva preferida de su infancia, más grande que cualquier casa de Montelepre.

Turi Giuliano pensó que Aspanu había cumplido muy bien sus órdenes. La cueva estaba bien provista de sacos de dormir, cacerolas, cajas de municiones y bolsas con pan y comida. Había una caja de madera con linternas, faroles y cuchillos y tenían también algunas latas de petróleo.

Aspanu —dijo, riéndose—, podríamos quedarnos a vivir aquí para siempre.

—Sólo unos cuantos días —contestó Aspanu—. Es el primer lugar que registraron los carabinieri cuando te buscaban.

—Sólo buscan de día. Por la noche estamos a salvo.

El manto de la noche había caído sobre las montañas, pero el cielo estaba tan estrellado que se podían ver uno a otro con toda claridad. Pisciotta abrió la bolsa de mano y empezó a sacar armas y prendas de vestir. Poco a poco y con mucha ceremonia, Turi comenzó a equiparse. Se quitó el hábito de monje y se puso los pantalones de pana y una amplia zamarra con muchos bolsillos. Se metió dos pistolas al cinto y con una correa se ajustó la pistola ametralladora en el interior de la chaqueta, de forma que no se viera y, al mismo tiempo, pudiera echar mano de ella inmediatamente. Se ciñó la canana a la cintura y añadió más cajas de municiones a las que llevaba en los bolsillos de la zamarra. Pisciotta le entregó un cuchillo que él alojó en una de las botas militares que calzaba. Después introdujo una tercera y pequeña pistola con su correspondiente funda y correa bajo la axila izquierda. Finalmente revisó con sumo cuidado todo el arsenal.

El fusil lo llevaba a la vista, en bandolera. Una vez listo, miró sonriente a Pisciotta, que sólo llevaba la lupara y una navaja en la parte posterior del cinto.

—Me siento desnudo —dijo Pisciotta—. ¿Podrás andar con tanta chatarra encima? Como te caigas, no podré levantarte.

Giuliano seguía esbozando su enigmática sonrisa de chiquillo que cree tener el mundo en sus manos. La enorme cicatriz del costado le dolía debido al peso de las armas y las municiones, pero él acogía con agrado aquel dolor que le daba la absolución.

—Estoy dispuesto a ver a mi familia o enfrentarme con mis enemigos —le dijo a Pisciotta.

Ambos jóvenes empezaron a bajar por el largo y serpeante camino que desde la cima del Monte D'Ora conducía a la ciudad de Montelepre.

Descendían bajo la bóveda estrellada. Armado para enfrentarse a la muerte y a sus congéneres humanos, aspirando el perfume de los lejanos limonares y de las flores silvestres, Turi Giuliano experimento una serenidad que jamás había conocido. Ya no estaca a merced de cualquier enemigo. Ya no tenía que luchar contra el temor a la cobardía. Si por la fuerza de su voluntad había conseguido no morir y que su cuerpo desgarrado se restableciera, ahora se creía capaz de repetir lo mismo una y otra vez. Ya no dudaba de que el suyo era un esplendoroso destino. Era como aquellos legendarios héroes medievales que no podían morir hasta haber llegado al final de su largo camino; hasta haber alcanzado sus grandes triunfos.

El siciliano.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora