Capítulo 1: La llegada.

24 1 0
                                    

La noche del 27 de mayo de 1956, en un antiguo sanatorio, nació una niña peculiar.

A pesar de que la primavera finalizaba aquella noche hacía un frío inusual, calaba hasta los huesos y paralizaba las extremidades.

En el sanatorio se oían los lamentos de los enfermos por tuberculosis. Era un lugar lúgubre y ruinoso.

Una vez la niña estuvo en este mundo, abrió sus ojos grises por primera vez y vio un profundo cielo estrellado.

Rasgando el silencio de la noche se oyeron un par de golpes secos en la madera, minutos después, el desagradable chirriar de unas bisagras oxidadas.

Una mujer se asomó por aquel portón y en la oscuridad vio una pequeña cesta de mimbre con un recién nacido envuelto en sabanas manchadas de sangre. Aquella joven monja recogió a la pequeña y la introdujo en el convento, que a su vez hacía de orfanato.
-¡Madre!- Dijo la joven monja llamando a la madre superiora -Me he encontrado a esta niñita en la puerta- Mientras acariciaba su cara con ternura.
La madre superiora observó a la criatura detenidamente, un escalofrío recorrió su espalda. No pudo evitar retroceder unos pasos cuando sus miradas se cruzaron.
-No me gusta esta niña- Musitó con cara de desaprobación -Las habitaciones están completas, no hay lugar para ella aquí.- Dijo a sabiendas de que sobraba espacio.
-¡Oh Madre!- Replicó Sor Ángela-Tan solo es una recién nacida, no puede albergar nada malo.
La madre superiora entornó los ojos.
-No estés tan segura- Dijo mirando a la pequeña con desconfianza.
-Por favor Madre, no podemos dejarla a la intemperie. Esta noche hace demasiado frío, no conseguiría sobrevivir. Me encargaré personalmente de ella.- Dijo en un intento ya desesperado de hacer entrar en razón a la Madre.
Al ver los ojos desesperados de Sor Ángela pensó que quizás estaba siendo demasiado dura, después de todo, no era más que un recién nacido.
-De acuerdo- Suspiró.

La joven monja, con una sonrisa de oreja a oreja, lavó y acostó a la pequeña con los demás bebes. Y allí con el resto de huérfanos creció.

No la vieron sonreír ni la oyeron llorar. Comía cuando la daban, siempre callada, atenta a todo. Las noches sin luna, las madres que la cuidaban, aseguran que no dormía.
Una de estas noches sin luna, con el tañer de las campanas anunciando las doce, la Madre superiora se acercó a la cuna de la pequeña.
Con los ojos abiertos de par en par Rosa la miró, inexpresiva.
La madre, de un bolsillo, sacó un pequeño frasco de cristal con una cruz dorada, que contenía un líquido incoloro. En cuanto Rosa lo vio lloró por primera vez. La madre se apresuró a abrirlo, Rosa calló al acto y la miró fijamente.
Antes de que la primera gota tocara a la niña la madre se llevó una mano al corazón. Abría la boca desesperada intentando respirar. Con sus ultimas fuerzas se acercó más a la pequeña y una gota consiguió salir del frasco. Mientras la gota caía hacia Rosa la Madre se desplomaba contra el suelo. Un ruido seco y el llanto estridente de la criatura rompieron el silencio.
Sor Ángela acudió corriendo y, al ver la escena, pidió ayuda a las otras hermanas.
Tomó a la niña en brazos, se percató de una pequeña marca negra que manchaba el blanco de su ojo izquierdo.

Al día siguiente celebraban la misa por la muerte de la Madre superiora y nombraban a su sustituta. La enterraron en el cementerio del convento.
Tras la ceremonia Sor Ángela llamó a un médico, del sanatorio colindante, para revisar el ojo de Rosa. El diagnóstico fue que no había nada extraño, simplemente era una anomalía sin importancia.

Desde su nacimiento aquella niña llevaba consigo un aura lúgubre, extraña, que solía incomodar a las personas que trataban con ella.
Una mirada fría y algo siniestra invadía sus enormes ojos grisáceos. Cuando te miraba fijamente daba la sensación de que veía mas allá de tus ojos, oír mas allá de tus palabras, saber lo que realmente llevabas dentro.
Era callada, obediente e inexpresiva. Apenas se notaba su presencia.
Pasaba la mayor parte del tiempo sola, entre los espesos árboles del jardín de atrás, dibujando en las libretas que Sor Ángela le traía cada vez que iba al pueblo.
Rosa tenía un don innato para el dibujo.
En su libreta encontrabas dibujos de como las flores del patio iban marchitándose.


La vida de RosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora