CONTRAPUNTO

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  Contrapunto... dos o más melodías que suenan al mismo tiempo...Hilde se incorporó en la cama. Se acabó la historia de Sofía yAlberto. ¿Pero qué había sucedido en realidad?¿Por qué había escrito su padre ese último capítulo?, Había sidosólo para mostrar su poder sobre el mundo de Sofía?Absorta en una profunda meditación se metió en el baño paravestirse. Después de un rápido desayuno bajó al jardín y se sentóen el balancín.Estaba de acuerdo con Alberto en que lo único sensato de la fiestadel jardín había sido su discurso. ¿No pensaría su padre que elmundo de Hilde era tan caótico como la fiesta de Sofía? ¿O quetambién el mundo de ella se disolvería?Y luego estaban Sofía y Alberto. ¿Qué había pasado con el plansecreto?¿Le tocaba ahora a Hilde inventar el resto? ¿O habían lo-gradosalirse de la historia de verdad?Pero en ese caso, ¿dónde estaban?De repente se dio cuenta de algo: si Alberto y Sofía ha-bíanlogrado salirse de la historia, no pondría nada de eso en las hojasde la carpeta de anillas, porque todo lo que estaba es-crito en ellaera de sobra sabido por su padre.–¿Podía haber algo entre líneas? Algo así se había insi-nuado,Hilde comprendió que tendría que volver a leer toda la historia unav otra vez.En el instante en que el Mercedes se metía por el jardín, Albertose llevó a Sofía hasta el Callejón. Luego se fue-ron corriendo porel bosque hacia la Cabaña del Mayor.¡Rápido! –gritó Alberto–. Tiene que ser antes de que comiencen abuscarnos.–¿Estamos ahora fuera de la atención del mayor?–Estamos en la región fronteriza.Cruzaron el lago a remo y se metieron a toda prisa en la Cabañadel Mayor. Una vez en el interior, Alberto abrió una trampilla quedaba al sótano. Empujó a Sofía dentro. Todo se volvió negro.Durante los días siguientes, Hilde continuó trabajando en su propioplan. Envió varias cartas a Anne Kvamsdal en Copenhague, y lallamó un par de veces por teléfono. En Lillesand iba pidiendoayuda a amigos y conocidos; casi la mitad de su clase del institutofue reclutada para la tarea.Entretanto releía El mundo de Sofía. Era una historia que había queleer más de una vez. Constantemente se le ocurrían nuevas ideassobre lo que pudo haberles pasado a Sofía y a Alberto, después deque desaparecieran de la fiesta.El sábado 23 de junio se despertó de pronto sobre las nue-ve. Sabíaque su padre ya había dejado el campamento en el Líbano. Ahorasólo quedaba esperar. Había calculado hasta el último detalle delfinal del último día de su padre en el Líbano.En el curso de la mañana comenzó con su madre los pre-parativospara la noche de San Juan. Hilde no podía dejar de pensar en cómoSofía y su madre también habían estado preparando su fiesta deSan Juan.¿Pero era algo que ya había hecho?¿No lo estarían pre-parandoahora?Sofía y Alberto se sentaron en el césped delante de dos edificiosgrandes, con unas ventanas muy feas y con-ductos de aire en lafachada. Una pareja salía de uno de los edificios; él llevaba unacartera marrón y ella, un bolso en bandolera rojo. Por unpequeño camino al fondo pasó un coche rojo.–¿Qué ha pasado? preguntó Sofía.–Lo conseguimos.–¿Pero dónde estamos?–Se llama Cabaña del Mayor–¿Pero... Cabaña del Mayor... ?–Es en Oslo.¿Estás seguro?Completamente. Uno de estos edificios se llama Chateau Neufque significa «nuevo castillo». Allí se estu-dia música. El otroedificio es la Facultad de Teología. Más arriba, en la colina, seestudia ciencias, y todavía más arri-ba se estudian literatura yfilosofía.¿Hemos salido del libro de Hilde y del control del mayor?Sí, las dos cosas. Aquí no nos encontrará jamás.¿Pero dónde estábamos cuando corríamos por el bosque?–Mientras el mayor estaba ocupado en hacer estre-llar el cochedel asesor fiscal contra un manzano, nosotros aprovechamos laoportunidad para escondernos en el Ca-llejón. Entonces nosencontrábamos en la fase fetal, Sofía. Pertenecíamos al viejo y alnuevo mundo a la vez. Pero al mayor no se le ocurrió pensar quepodíamos esconder-nos allí.–¿Por qué no?–Entonces no nos habría soltado con tanta facilidad. Todo fue tansencillo como en un sueño. Claro, que puede ser que él estuvierametido en el plan.–¿Qué quieres decir con eso?–Fue él quien arrancó el Mercedes blanco. Quizás se esforzó almáximo para perdernos de vista. Estaría com-pletamenteindignado por todo lo que habla pasado...La joven pareja ya sólo estaba a un par de metros de ellos. ASofía le daba un poco de vergüenza estar sentada en la hierbacon un hombre mucho mayor que ella. Ade-más tenía ganas deque alguien le confirmara lo que habla dicho Alberto.Se levantó y se acercó corriendo a ellos.–Por favor, ¿podéis decirme cómo se llama este sitio? Pero nicontestaron ni le hicieron caso.A Sofía esto le irritó tanto que insistió:–No pasa nada por contestar a una pregunta, ¿no?Aparentemente, el joven estaba explicando algo a la mujer.–La forma de la composición de contrapunto fun-ciona en dosdimensiones: horizontal o melódicamente, y vertical oarmoniosamente. Se trata de dos o más melodías que suenan almismo tiempo...–Perdonad que os interrumpa, pero...–Se simultanean melodías, cada una con valor pro-pio, si bientodas ellas quedan subordinadas a un plan ar-mónicobiensonante. Es eso lo que llamamos contrapunto. En realidadsignifica .¡Qué poca vergüenza! Pues no eran ni sordos ni cie-gos. Sofíaintentó captar su atención por tercera vez, po-niéndose en elcamino para cerrarles el paso.Simplemente la empujaron hacia un lado.–Creo que se está levantando viento –dijo la joven. Sofía volviócorriendo al lado de Alberto.–¡No me escuchan! –dijo, y al decir esto, se acordó del sueñosobre Hilde y la cruz de oro.–Ése es el precio que tenemos que pagar. Si nos he-mos salido aescondidas de un libro, no podemos esperar tener exactamentelos mismos privilegios que el autor del libro. Pero estamos aquí.A partir de ahora no tendremos ni un día más de los queteníamos cuando abandonamos la fiesta filosófica de tu jardín.–¿Tampoco tendremos nunca un contacto real con la gente quenos rodea?–Un auténtico filósofo jamás dice . ¿Tienes reloj?–Son las ocho.–Que es la hora que era cuando salimos de tu casa, sí.–Es hoy cuando el padre de Hilde vuelve del Líbano.–Por eso tenemos que darnos prisa.–¿Por qué?–¿No tienes interés en saber lo que pasará cuando el mayorllegue a Bjerkely?–Claro, pero...–¡Ven!Empezaron a bajar hacia el centro. Se cruzaban con la gente, perotodo el mundo les pasaba como si fueran aire.Caminaban al lado de los coches aparcados. De pronto Alberto sedetuvo delante de un coche deportivo rojo, con la capota plegada.–Creo que podemos utilizar éste –dijo–. Pero me tengo queasegurar de que es nuestro coche.–No entiendo nada.–Entonces tendré que explicártelo. No podemos co-ger sin másun coche que pertenezca a alguien de esta ciu-dad. ¿Cómo creesque reaccionaria la gente al descubrir que el coche va sinconductor? Y además, tampoco creo que lográramos arrancarlo.–¿Y el deportivo rojo?–Creo que lo reconozco de una vieja película.–Perdona, pero para ser sincera tengo que decirte que todas esasmisteriosas insinuaciones están empezando a molestarme.–Es un coche imaginario, Sofía. Es exactamente co-mo nosotros.La gente sólo ve aquí un lugar vacío. De eso es de lo que nos tenemos que asegurar, antes de ponernos en marcha.Se pusieron a esperar. Al cabo de unos instantes, llegó un chicomontado en bicicleta por la acera. De pron-to, pasó a través delcoche rojo.–Ya ves. ¡Es como nosotros!Alberto abrió la puerta delantera derecha.–¡Adelante! –dijo, y Sofía se metió en el coche.Alberto se sentó en el asiento del conductor, la llave estabapuesta, la giró y el coche arrancó.Pronto se encontraban en la carretera hacia el sur. Poco a pocoempezaron a ver grandes hogueras de San Juan.–Estamos en la noche de San Juan, Sofía. Es maravi-lloso, ¿verdad?–Y el viento sopla fuerte en los coches descapota-bles. ¿Es verdadque nadie nos ve?–Sólo aquellos que son como nosotros. Quizás nos encontremoscon alguno de ellos. ¿Qué hora es?–Las ocho y media.–Entonces tenemos que coger un atajo; no podemos seguirdetrás de este camión.Alberto se metió en un campo de trigo. Sofía miró ha-cia atrás yvio que dejaban tras ellos una ancha franja de mieses aplastadas.–Mañana dirán que ha sido el viento, que ha pasado por el campo–dijo Alberto.El mayor Albert Knag había aterrizado en Kastrup, el aeropuertode Copenhague. Eran las cuatro y media del sábado 23 de junio. Eldía había sido muy largo. La penúltima etapa dcl viaje la habíahecho en avión desde Roma.Pasó el control de pasaportes vestido con ese uniforme de lasNaciones Unidas del que siempre había estado tan orgu-lloso. Nose representaba sólo a sí mismo, tampoco represen-taba sólo a supropio país. Albert Knag representaba un sistema de derechointernacional, y una tradición de siglos que ahora abarcaba todo elplaneta.Llevaba una pequeña bolsa en bandolera, el resto del equipaje lohabía facturado desde Roma. Sólo tuvo que presen-tar su pasaporterojo.«Nada que declarar»El mayor Albert Knag tenía que pasar tres horas en Kastrup a laespera de que saliera el avión para Kristiansand. Podría compraralgunos regalos para la familia. Hacia casi dos semanas habíaenviado a Hilde el regalo más grande que había hecho jamás. Maritlo había dejado sobre su mesilla para que lo tuviera al despertarseen su cumpleaños. Albert no había ha-blado con Hilde después dela llamada de aquella noche.Albert se compró algunos periódicos noruegos. Pero sólo le habíadado tiempo a echar un vistazo a los titulares cuando escuchó algopor los altavoces: " Comunicado personal para el señor AlbertKnag. Se ruega al señor Albert Knag que se presente en elmostrador de la SAS.¿Qué sería? Albert sintió que una oleada de miedo le su-bía por laespalda. ¿No le mandarían de nuevo al Líbano? ¿Habría sucedidoalgo en casa?Se presentó en seguida en el mostrador de información.–Soy Albert Knag.–¡Tenga! Es urgente.Abrió el sobre inmediatamente. Dentro había un sobre máspequeño. Y en ese sobre ponía: «Mayor Albert Knag c/oInformación de SAS, Aeropuerto de Kastrup Copenhague».Albert estaba nervioso. Abrió el pequeño sobre y encon-tró unanotita:Querido papá. Te doy la bienvenida. Como ves, no podía aguantarhasta que llegaras a casa. Perdona que te haya hecho llamar porlos altavoces. Era lo más sencillo.P D. Desgraciadamente, ha llegado una demanda deindemnización del asesor fiscal Ingebugtsen por el percanceocurrido a un Mercedes robado.P.D. P.D.Quizás esté sentada en el jardín cuando llegues. Perotambién puede ser que sepas algo más de mi antes.P.D. P.D. P.D. Tengo miedo de quedarme demasiado tiempo en el jardín. En esos sitios es muy fácil hundirse en el suelo.Un abrazo de Hilde, que ha tenido mucho tiempo para preparar turegreso.Albert Knag sonrió ligeramente, pero no le gustaba ser manipuladode esa manera. Siempre había apreciado llevar un buen controlsobre su propia vida. Y ahora esa pequeña hija suya estabadirigiendo desde su casa en Lillesand, los movimientos de su padreen el aeropuerto de Copenhague. ¿Cómo lo había conseguido?Metió el sobre en un bolsillo de la camisa y empezó a pa-sear porlas galerías comerciales. Al entrar en la tienda donde vendíanalimentos típicos de Dinamarca vio un pequeño sobre que estabapegado al cristal de la puerta. «MAYOR KNAG», ponía en elsobre, escrito con un rotulador gordo. Albert despegó el sobre y loabrió:Mensaje personal al mayor Albert Knag c/o Alimentos deDinamarca. Aeropuerto de Kastrup.Querido papá, me gustaría que nos compraras un salami danésgrande, de dos kilos si puede ser. Y a mamá seguro que le gustaráel fuet al coñac.P. D. El caviar de Linfjord tampoco se despreciará.Abrazos, Hilde.Albert miró a su alrededor. ¿No estaría Hilde cerca? ¿No le habríaregalado Marit un viaje a Copenhague para que se encontrara conél allí? Era la letra de Hilde...De pronto, el observador de las Naciones Unidas em-pezó asentirse él mismo observado. Tenía la sensación de que todo lo quehacía estaba dirigido por control remoto. Se sintió como unmuñeco en manos de un niño.Entró en la tienda y compró un salami de dos kilos, un fuet alcoñac y tres frasquitos de caviar de Limfjord. Luego con-tinuó supaseo por las galerías comerciales. Quería comprarle un buen regalo de cumpleaños a Hilde. ¿Estaría bien una cal-culadora? ¿Ouna pequeña radio? Sí, eso...Al entrar en la tienda de electrónica, vio que también allí había unsobre pegado al cristal del escaparate. "Mayor Albert Knag c/o latienda más interesante de Kastup", ponía. En una notita dentro delsobre blanco, leyó el siguiente mensaje:Querido papá. Muchos recuerdos para ti de Sofía, que tambiénquiere darte las gracias por una radio con FM y con un minitelevisorque le regaló su generosísimo papá. Demasiadogeneroso, pero por otra parte, una simple nimiedad. No obstante,tengo que admitir que comparto el interés de Sofía por lasnimiedades.P. D. Si no has estado aún, hay unas instrucciones en la tienda dealimentación y en la tienda libre de impuestos, donde venden vinoy tabaco.P. D. P. D. Me regalaron algo de dinero para mi cumpleaños, de,modo que puedo contribuir con 350 coronas para el mini-televisor.Abrazos de Hilde, que ya a rellenado el pavo y hecho la ensaladaWaldorf.El mini-televisor costó 985 coronas danesas. Y sin embargo podríaconsiderarse una nimiedad, en comparación con cómo se sentíaAlbert Knag por dentro, al ser dirigido a todas partes por losastutos caprichos de su hija. ¿Estaba ella allí o no?Ahora miraba hacia todos los lados. Se sentía como un espía ycomo una marioneta a la vez. ¡Había perdido su libertad!Entonces también tendría que ir a la tienda grande libre deimpuestos. Allí había, en efecto, otro sobre blanco con su nombre.Era como si todo el aeropuerto se hubiera transfor-mado en unjuego de ordenador en el que él era la flecha. En la notita ponía:Mayor Knag c/o la gran tienda libre de impuestos de Kastrup.Todo lo que te pido aquí es una bolsa de gominolas y un par decajitas de mazapán de Anton Berg. ¡Recuerda que todas esas cosasson muy caras en Noruega! Si no recuerdo mal a mamá le gustamucho el Campari.P. D. Ten tus sentidos bien abiertos durante todo el viaje de vuelta.Supongo que no querrás perderte ningún mensaje importante.Abrazos de tu hija Hilde, que aprende con mucha rapidez.Albert suspiró con resignación, pero entró en la tienda y cumpliócon la lista de compras. Con tres bolsas de plástico y su bolsa enbandolera, se acercó a la puerta 28 para esperar el em-barque. Sihabía más notitas, allí se quedarían.Pero sobre una columna, en la puerta 28 había otro so-brecitoblanco: «Al mayor Albert Knag, puerta 28, aeropuerto deKastrup». También ésta era la letra de Hilde, pero el nú-mero de lapuerta parecía añadido y escrito con otra letra. No era fácil haceraveriguaciones, porque no tenía ninguna otra letra con la quecomparar, solo números contra letras.Se sentó en un asiento con la espalda pegada a una an-cha pared. Elorgulloso mayor se quedó así sentado, mirando fijamente al airecomo si fuera un niño pequeño que viajaba solo por primera vez enla vida. Si ella estuviera allí, al menos no tendría el gusto deencontrarle a él primero.Miraba pusilánimemente a los pasajeros conforme iban llegando. Aratos se sentía como un enemigo de la seguridad del reino. Cuandoempezaron a embarcar, suspiró aliviado; él fue el último en entraren el avión.En el momento de entregar la tarjeta de embarque, co-gió otrosobre que había pegado al mostrador.Sofía y Alberto habían pasado ya el puente de Brevik, y un pocomás tarde la salida para Kragero.–Vas a 180–dijo Sofía.–Son casi las nueve. Ya no falta mucho para que ate-rrice en el aeropuerto de Kjevik, y a nosotros no nos para-rán en ningúncontrol de tráfico.–¿Y si chocamos?–Si es con un coche normal no pasa nada. Pero si es con uno delos nuestros...–¿Si?–Entonces tendríamos que tener cuidado.–No es fácil adelantar a nadie por aquí, hay árboles por todaspartes.–No importa, Sofía. ¿Cuándo te vas a enterar?Dicho esto, Alberto se salió de la carretera, se metió por elbosque y atravesó los espesos árboles.Sofía suspiró aliviada.–¡Qué susto me has dado!–Ni siquiera nos enteraríamos si atravesáramos una pared deacero.–Eso significa que somos simplemente unos ligeros espíritusrespecto del entorno.No, lo estás viendo al revés. Es la realidad de nues-tro entorno laque es para nosotros un ligero cuento.Me lo tendrás que explicar más a fondo.–Entonces escúchame bien. Hay un extendido ma-lentendidoacerca de que el espíritu es algo más «ligero» que el vapor deagua. Pero es al contrario. El espíritu es más sólido que el hielo.–Nunca se me había ocurrido.–Entonces te contaré una historia. Érase una vez un hombre queno creía en los ángeles. No obstante, recibió un día la visita de unángel, mientras estaba trabajando en el bosque.¿Sí?Caminaron juntos un trecho. Al final, el hombre se volvió hacia elángel y dijo: «Bueno, he de admitir que los ángeles existen. Perono existís de verdad como nosotros». «¿Qué quieres decir coneso?», preguntó el ángel. Y el hombre contestó: «Al llegar a unapiedra grande yo he te-nido que rodearía, pero me he dadocuenta de que tú sim-plemente la has atravesado. Y cuando nosencontramos con un gran tronco de árbol caído sobre el sendero,yo tuve que ponerme a gatas para pasarlo, pero tú lo atrave-sastesin más». El ángel se quedó muy sorprendido al oír esto y dijo:«¿No te diste cuenta de que también pasamos por un pequeñopantano, y de que los dos nos deslizamos a través de la niebla?Eso es porque los dos tenemos una consistencia más sólida quela niebla».Ah...–Lo mismo pasa con nosotros, Sofía. El espíritu pue-de atravesarpuertas de acero. Ni tanques ni bombarderos pueden destrozaralgo hecho de espíritu.Qué curioso.–Pronto pasaremos Risor, y sólo hace una hora que salimos deOslo. Me está apeteciendo un café.Llegaron a Fiane y se encontraron a su izquierda con unacafetería que se llamaba Cinderella (Cenicienta). Alberto se salióde la carretera y aparcó el coche en el césped.En la cafetería, Sofía intentó coger una botella de coca-cola delmostrador frigorífico, pero no pudo moverla. Estaba comopegada. Luego, Albedo intentó sacar café en un vaso de plásticoque había encontrado en el coche; sólo tenía que bajar unapalanquita, pero aunque se esforzó al máximo, no fue capaz demoverla.Se enfadó tanto, que se dirigió a los demás clientes pidiendoayuda. Como nadie reaccionaba, se puso a gritar tan fuerte queSofía tuvo que taparse los oídos:–¡Quiero café!Su enfado no iba muy en serio, porque en seguida se estabatronchando de risa.–Ellos no pueden oírnos, y nosotros tampoco pode-mos servirnosen sus cafeterías, claro.Estaban a punto de marcharse, cuando una anciana se levantó deuna silla y se acercó a ellos. Llevaba una falda de un color rojochillón, una chaqueta azul de punto, y un pañuelo blanco en lacabeza. Tanto sus colores como su figura eran, de algunamanera, más nítidos que todo lo demás en la pequeña cafetería.La anciana se acercó a Alberto y dijo:–Pero chico, sí que gritas.–Perdone.–¿Quieres café, no?–Sí, pero...–Tenemos un pequeño establecimiento aquí al lado.Acompañaron a la mujer por un pequeño sendero de-trás delcafé. Mientras iban andando, ella preguntó:–¿Sois nuevos por aquí?–Tendremos que admitir que sí –contestó Alberto.–Bueno, bueno, bienvenidos a la eternidad, hijos míos.–¿Y usted?–Yo vengo de un cuento de la colección de los her-manos Grimm, de hace casi doscientos años. ¿Y de dónde proceden los reciénllegados?–Venimos de un libro de filosofía. Yo soy el profesor de filosofía,Sofía es mi alumna.–Ji-ji, eso es una novedad.Salieron a un claro en el bosque. Allí había varios edificios muybonitos. En un prado abierto, entre dos casas, se había encendidouna gran hoguera y alrededor de la ho-guera había un montón degente variopinta. Sofía recono-ció a muchos de ellos. Allí estabaBlancanieves y algunos de los enanos, Cenicienta y SherlockHolmes, Peter Pan y Pipi Calzaslargas, y también Caperucita Rojay Cenicien-ta. Alrededor de la hoguera se hablan congregadomuchas figuras muy queridas pero que no tenían nombre:gnomos y elfos, faunos y brujas, ángeles y diablillos. Sofíatambién vio por allí a un auténtico troll.–¡Qué lío! –exclamó Alberto.–Bueno, es la noche de San Juan –contestó la anciana-–. No hemostenido un encuentro como éste desde la Noche de Walpurgis. Lacelebramos en Alemania. Yo estoy pasando aquí unos días paradevolver la visita. Querías café, ¿no?–Sí, por favor.Ahora Sofía se dio cuenta de que todas las casas esta-ban hechasde masa de pastel, azúcar quemada y adornos pasteleros.Algunos de los personajes se servían directamente de las casas.Pero habla por allí una pastelera que iba reparando los dañosconforme se iban produciendo. Sofía cogió un trozo de tejado. Lesupo mejor y más dulce que todo lo que había probado a lo largode su vida.La mujer volvió en seguida con una taza de café.–Muchas gracias –dijo Alberto.–¿Y qué queréis pagar por el café?–¿Pagar?–Solemos pagar con una historia. Por el café basta con un trocito.–Podríamos contar toda la increíble historia de la humanidad –dijo Alberto–. Pero lo malo es que tenemos muchísima prisa.¿Podemos volver y pagar en otra oca-sión?–Claro que si. ¿Por qué tenéis tanta prisa?Alberto explicó lo que tenían que hacer, y la mujer dijo al final:–Bueno, ha sido agradable ver caras nuevas. Pero deberíais cortarpronto el cordón umbilical. Nosotros ya no dependemos de lacarne y de la sangre de cristianos. Per-tenecemos al puebloinvisible.Un poco más tarde, Sofía y Alberto estaban de vuelta en elcésped, delante del café Cinderella justo al lado del pequeñodeportivo rojo, había una madre muy nerviosa que estabaayudando a su pequeño hijo a hacer pis.Cogiendo un par de atajos espontáneos por sitios in-sólitos, notardaron mucho en llegar a Lillesand.El vuelo SK-876, procedente de Copenhague, aterrizó en Kjevik alas 21.35 como estaba previsto. Mientras el avión salía delaeropuerto de Copenhague, el mayor abrió el último sobre quehabía encontrado en el mostrador de embarque. En una notitadentro del sobre ponía:Al comandante Knag, en el momento en que entrega la carta deembarque en Kastrup, la noche de San Juan de 1990.Querido papá. A lo mejor pensabas que iba a aparecer enCopenhague. No, papá, mi control sobre ti es más complicado queeso. Te veo por todas partes, papá. He ido a ver a una familiagitana tradi-cional, que una vez, hace muchísimos años, vendió unespejo mágico de latón a mi bisabuela. Ahora también heconseguido una bola de cristal. En este momento estoy viendo queacabas de sentarte en el avión. Te recuerdo que te ajustes elcinturón de seguridad y que mantengas el res-paldo del asientorecto hasta que se haya apagado la señal de «abró-chense loscinturones». En cuanto el avión esté en el aire, podrás recli-nar elasiento y echarte un sueño. Debes estar descansado cuandollegues a casa. El tiempo aquí en Lillesand es inmejorable, pero latem-peratura es algo más baja que en el Líbano. Te deseo un buenviaje.Abrazos de tu hija bruja, la Reina del Espejo y la mayor protectorade la Ironía.Albert no había podido determinar del todo si estaba en-fadado osimplemente cansado y resignado. Pero de pronto se echó a reír. Sereía tan ruidosamente que los pasajeros se volvieron hacia él para mirarle. Entonces el avión despegó.En realidad Hilde le había dado a probar su propia medi-cina.¿Pero no había una diferencia importante? Su medicina había caídoprincipalmente sobre Sofía v Alberto y ellos no eran más queimaginación.Hizo como Hilde le había sugerido. Echó el asiento ha-cia atrás yse dispuso a dormir un rato. No se volvió a despertar del todo hastadespués de haber pasado el control de pasapor-tes. Fuera, en elgran vestíbulo del aeropuerto de Kjevik, se en-contró con unamanifestación.Eran ocho o diez personas, la mayoría de la edad de Hilde. En suspancartas ponía «BIENVENIDO A CASA PAPA» «HILDE TEESPERA EN EL JARDÍN" y "LA IRONÍA EN MARCHA" Lopeor era que no podía meterse en un taxi rápidamente, porque teníaque esperar al equipaje. Mientras tanto los amigos de Hildepasaban por delante de el, obligándole a leer los carteles una v otravez. Pero se derritió cuando una de las chicas se acercó a él con unramo de rosas. Albert buscó en una de las bolsas y dio una barra demazapán a cada uno de los ma-nifestantes. Sólo quedaban dos paraHilde. Cuando llegó el equipaje por la cinta, apareció un joven quele explicó que es-taba bajo el mando de la Reina del Espejo y quetenía órdenes de llevarle a Bjerkely. Los demás manifestantesdesaparecieron entre la multitud.Cogieron la carretera E-18. En todos los puentes y entra-das atúneles había carteles v banderitas con distintos textos:«Bienvenido a casa!», «El pavo espera», «Te veo, papá».Albert Knag suspiró aliviado y dio al conductor un billete de ciencoronas y tres botes de cerveza Elephant de Carlsberg, cuando elcoche paró delante de la verja de Bjerkely.Fue recibido por su mujer Marit delante de la casa. Tras un largoabrazo, preguntó:–¿Dónde está?–Está sentada en el muelle, Albert.Alberto y Solía aparcaron el deportivo rojo en la plaza deLillesand, delante del Hotel Norge. Eran las diez y cuarto. Vieronuna gran hoguera en uno de los islotes de la bahía.–¿Cómo vamos a encontrar Bjerkely? –preguntó Sofía.–Buscando. Supongo que recordarás la pintura de la Cabaña delMayor.–Pero tenemos que darnos prisa. Quiero estar allí antes de que élllegue.Empezaron a dar vueltas por pequeñas carreteras, pero tambiénpasaron por piedras y montículos. Lo que si sabían es queBjerkely estaba al lado del mar.De pronto Sofía gritó.–¡Allí está! Lo hemos encontrado.–Creo que tienes razón, pero no grites tanto.–Pero si nadie puede oírnos.–Querida Sofía, después de ese largo curso de filosofía medecepciona que saques conclusiones tan apresu-radamente.–Pero...–¿No creerás que este lugar está totalmente carente de gnomos,trolls y hadas buenas?–Ah, perdona.Atravesaron la verja y subieron por el caminito de grava delantede la casa. Alberto aparcó el coche en el cés-ped, junto albalancín. Un poco más abajo había una mesa puesta para trespersonas.–¡La veo! –susurró Sofía–. Está sentada en el bor-de del muelle,igual que en el sueño.–¿Ves cómo se parece este jardín al tuyo?–Si, es verdad. Con balancín y todo. ¿Puedo acer-carme a ella?–Claro que sí. Yo me quedo aquí...Sofía bajó corriendo al muelle. Estuvo a punto de tro-pezar conHilde, pero la esquivó y se sentó tranquilamente a su lado.Hilde estaba manoseando una cuerda de la barca de remos, queestaba amarrada al muelle. En la mano izquier-da tenía un papelcon anotaciones. Era evidente que estaba esperando. Miró variasveces el reloj.A Sofía le pareció muy hermosa. Tenía el pelo largo, rubio yrizado. Y sus ojos eran de un verde intenso. Llevaba puesto unvestido de verano amarillo. Le recordaba un poco a Jorunn.Sofía intentó hablarle, aunque sabía que no serviría de nada.–¡Hilde! –Soy Sofía.Hilde no daba señales de haber oído nada.Sofía se puso de rodillas y le gritó al oído:–¿Me oyes, Hilde?¿Estás ciega y sorda?¿Se volvió interrogante la mirada de Hilde? ¿Era una pequeñaseñal de que había oído algo, por muy débil que fuese?Luego se giró y miró directamente a los ojos de Sofía. No enfocódel todo la mirada, era como si mirase a través de ella.–No tan alto, Sofía.Era Alberto el que hablaba desde el deportivo.–Prefiero el jardín lleno de sirenitas.Sofía se quedó muy quieta. Se sentía bien estando tan cerca deHilde.De pronto se oyó una voz muy grave de hombre:<¡Hildecita!>.Era el mayor, en uniforme y con casco azul. Estaba arriba en eljardín.Hilde se levantó rápidamente y fue corriendo hacia él. Seencontraron entre el balancín y el deportivo rojo. Él la cogió enbrazos, y empezó a dar vueltas.Hilde se había sentado en el muelle para esperar a su pa-dre. Cadacuarto de hora que pasaba desde que él había aterri-zado enKastrup, ella había intentado imaginarse dónde estaría, lo que haríay cómo reaccionaría; tenía anotado todo el horario en un papelitoque había llevado en la mano todo el día.¿Se enfadaría? No podía pensar que todo volvería a ser como antes,después de haberle escrito un libro tan misterioso.Vivió a mirar el reloj. Eran las diez y cuarto. Podía llegar encualquier momento.¿Pero qué era eso? ¿No oía como un débil rumor, exacta-menteigual que en el sueño de Sofía?Se volvió bruscamente. Había algo allí, de eso estaba se-gura, perono sabía qué.¿Podría ser la noche de verano?Durante unos instantes, tuvo miedo de ser vidente.–¡ Hildecita!Tuvo que volverse en dirección contraria. Era papá. Estaba arribaen el jardín.Hilde se levantó y fue corriendo hacia él. Se encontraron junto albalancín. El la cogió en brazos y empezó a dar vueltas.Hilde empezó a llorar, y también el mayor tuvo que tra-garse laslágrimas.–Pero si estás hecha una mujer, Hilde.–Y tú estás hecho un inventor de historias.Hilde se secó las lágrimas con las mangas del vestido amarillo.–¿Podemos decir que estamos en paz? –preguntó ella.–Estamos en paz.Se sentaron a la mesa. Lo primero que pidió Hilde fue unadescripción detallada de lo que había sucedido en Kastrup ydurante el camino de vuelta. Todo fue recibido con grandes risas.–No viste el sobre de la cafetería?–No tuve ni tiempo para sentarme a tomar algo, pesada. Ahoraestoy hambriento.–Pobre papá.–¿Era una broma lo del pavo?–En absoluto. Yo lo he preparado, y mamá lo va a servir.Luego hablaron detalladamente de la carpeta de anillas y de lahistoria sobre Alberto y Sofía. Pronto estuvieron sobre la mesa elpavo y la ensalada Waldorf, el vino rosado y el pan tren-zadohecho por Hilde.El padre estaba diciendo algo sobre Platón, cuando de pronto fueinterrumpido por Hilde.–¡Calla!–¿Qué pasa?–¿No has oído? Es como si alguien estuviera silbando...–No...–Estoy segura de haber oído algo. Bueno, será un ratón.Lo último que dijo el padre antes de que la madre vol-viera con elvino fue:–Pero el curso de filosofía no está totalmente acabado.–¿Qué quieres decir con eso?–Esta noche te hablaré del espacio.Antes de empezar a comer, el padre dijo:–Hilde ya está muy grande para estar sentada sobre mis rodillas.¡Pero tú no!Y dicho esto, capturó a Marit y la sentó sobre sus rodillas. Allítenía que estar mucho tiempo antes de dejarle empezar a comer.–Pensar que tienes ya casi cuarenta años...Después de que Hilde se hubiera ido corriendo al en-cuentro desu padre, Sofía notó que las lágrimas estaban a punto de brotarle.¡No la alcanzaría nunca!Sofía sentía envidia de Hilde que podía ser un ser humano decarne y hueso.Cuando Hilde y el mayor se hubieron sentado a la mesa Albertotocó el claxon del coche.Sofía levantó la cabeza. ¿No hizo Hilde lo mismo? Subió al cochey se sentó al lado de Alberto.–¿Nos quedamos un rato mirando lo que pasa? –dijo. Sofía asintiócon la cabeza.–¿Has llorado?Volvió a asentir con la cabeza.–¿Pero qué pasa?–Ella tiene mucha suerte de poder ser una persona «de verdad».Ahora crecerá y se hará una mujer «de ver-dad». Y seguro quetambién tendrá hijos «de verdad».–Y nietos, Sofía. Pero todo tiene dos caras. Eso es algo que heprocurado enseñarte desde el principio del curso de filosofía.–¿En qué estás pensando?–Yo opino, como tú, que ella es muy afortunada. Pero a quien letoca la lotería de la vida también le toca la de la muerte. Pues lacondición humana es la muerte.–¿Pero no es al fin y al cabo mejor haber vivido, que no vivirnunca de verdad?–Nosotros no podemos vivir como Hilde... bueno, o como elmayor. En cambio no moriremos nunca. ¿No te acuerdas de loque dijo la anciana en el bosque? Pertene-cemos al «puebloinvisible». También dijo que tenía casi doscientos años. Pero enaquella fiesta de San Juan vi a al-gunos personajes que tienenmás de tres mil...–Quizás lo que más envidie de Hilde sea su... su vi-da en familia.–Pero tú también tienes una familia. ¿No tienes un gato, un parde pájaros, una tortuga... ?–Pero ya abandonamos esa realidad.–De ninguna manera. Sólo la ha abandonado el ma-yor. Ha puestopunto final, hija mía. Y nunca nos volverá a encontrar.–¿Quieres decir que podemos volver?–Todo lo que queramos. Pero también nos vamos a encontrar connuevos amigos en el bosque, detrás del café Cinderella.La familia Møller Knag se sentó a cenar. Por un ins-tante, Sofíatuvo miedo de que la cena se desarrollara en la misma direcciónque la fiesta filosófica en el jardín del Camino del Trébol, porquedaba la impresión de que el mayor iba a tumbar a Marit en lamesa. Pero en lugar de eso, Marit cayó encima de las rodillas desu marido.El coche estaba aparcado a cierta distancia de la fa-milia, que enese momento estaba cenando. Sólo a interva-los lograban oír loque se decía. Sofía y Alberto se queda-ron sentados mirando aljardín, y tuvieron tiempo para hacer un largo resumen de lainfeliz fiesta filosófica.Alrededor de medianoche, la familia se levantó de la mesa. Hildey el mayor se dirigieron hacia el balancín. Hicieron señas a lamadre, que se encaminaba a la casa blanca.–Tú acuéstate, mamá. Tenemos mucho de qué hablar.  


EL MUNDO DE SOFIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora