Dejarte sola

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La lámpara de tu habitación estaba apagada, pero la luz de la luna que entraba por la ventana evitaba que te quedaras en la oscuridad. Le agradecía a la luna que pudiera hacerte compañía ahora que yo no podía estar cerca de ti. Y ella me mostró todo el desastre que habías hecho de tu cuarto. Parecía que un tornado había arrasado con todas tus cosas; libros, peluches y cajas tirados en el piso, sábanas y almohadones desgarrados, cartas y fotos nuestras rotas.

Estabas acostada en un montón de sábanas rotas sobre tu cama, durmiendo con las mejillas bañadas en lágrimas; abrazando tan fuerte aquel libro que te regalé.

Y yo estaba fuera de tu ventana, mirándote dormir. Sabiendo que nunca más dormiría a tu lado.

Y que ya nada sería como esos días...


El sol de la tarde entraba a raudales por la ventana calentando el frío aire de invierno. Estábamos tirados en tu cama. Yo tenía mi cabeza apoyada sobre tu regazo, mirando fijamente esas estrellas fluorescentes que habías pegado en el techo de tu habitación, mientras tú estabas leyendo el libro que te regalé para tu cumpleaños. No me molestaba en lo más mínimo que no me prestaras atención. Yo simplemente disfrutaba verte hacer muecas mientras leías. Podía seguir la historia con tan sólo ver tus gestos. En ese momento supongo que le había pasado realmente malo a un personaje, porque parecía que estabas a punto de llorar.

Eras hermosa tan cuando te ibas a otros mundos. De hecho, eras hermosa siempre.


Ahora me faltabas tú.

Como odiaba no poder volver a dormir contigo. Me estaba perdiendo tus brazos alrededor de mí; tu dulce aliento acariciando mi cuello, escuchar tu corazón latiendo al compás del mío.

Como odiaba no volver a ser el mismo. Volver a vivir.


La radio del auto pasaba una canción algo cursi de un tal Eric Dill. La verdad yo deseaba cambiarla.

—No la cambies —me pediste; y no lo hice.

Afuera no se veía nada, solamente podía ver un trecho de la carretera que alumbraban los faroles de mi viejo Renault 4, mi bebé. Era una noche tranquila y estrellada, perfecta para viajar. Habíamos esperado tiempo y ahorrando cada centavo que teníamos para hacer este viaje. Una semana los dos solos en la playa. Tú y yo.

Y yo estaba planeando cometer la locura más grande y valiente de mi vida. Te pediría matrimonio. No tenía idea de lo que tú me responderías. ¿Si? ¿No? Esa incertidumbre me estaba matando. Sabía que ambos queríamos pasar el resto de nuestras vidas juntos; que habíamos hablado un millón de veces sobre nuestra boda, los nombres de nuestros hijos, nuestra casa soñada... Pero de igual manera el matrimonio era un paso enorme para nosotros; para cualquiera. Sólo teníamos veintidós; y el anillo que había comprado en esa casa de empeño pesaba demasiado en el bolsillo de mis jeans.


Como desearía volver el tiempo atrás. Haber cancelado el viaje. Hacer cualquier cosa que retrasara lo inevitable.

Sólo quería quedarme un poco más a tu lado. Aunque sabía que sólo serían unos pocos meses, años si tenía suerte. Ya sabía que yo me iría antes que tú. Pero tú no, claro. No quería que te enteraras; no aún.

Estaba enfermo.


—¿Está segura, doctora? —dije desesperado. —¿Segura, segurísima?

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