El frío lucha contra mi abrigo para congelarme.
Miro al cielo. Pero no espero ver un enorme y brillante sol. El astro permanece siempre oculto detrás de las espesas y oscuras nubes que nos observan desde lo alto. Hace tiempo que el cielo dejó de ayudarnos. Ya no nos da luz ni calor ni agua. Lo hemos traicionado y él nos ha abandonado.
El mundo ya no es el mismo. No tengo mucha idea de cómo era antes; pero puedo imaginármelo un poco a partir de las ruinas de la ciudad en la que vivo. Algunos dicen que este lugar se llamaba Buenos Aires. Un nombre irónico para una ciudad que apesta a desesperanza y muerte. Y de Buenos ya no le queda nada. Los edificios están destruidos y de tanto en tanto alguno se desmorona, aplastando a los desafortunados que se refugiaban en él. Los miserables que no tenemos donde vivir -que somos la mayoría- nos refugiamos dentro de los edificios o en asentamientos hechos en las veredas. Chapa, cartón, plástico; cualquier cosas que te resguarde un poco del helado viento y la lluvia ácida es bienvenida. Ya no existen casitas acogedoras o departamentos cómodos. Tampoco es como si hubiera familias amorosas que los ocuparan. Y las calles por donde antes circulaban cientos de vehículos a motor están tan llenas de escombros y mugre que es difícil incluso recorrerlas a pie.
Todo fue destruido y rehecho precariamente. Atado con alambre, solía decir mi padre.
—Hola, preciosa —gruñe un hombre cruzándose en mi camino. Un tipo delgado cubierto de cenizas y harapos que apestan a orina—. ¿Querés ganarte un poco de comida?
Sin pensarlo, echó a correr.
Para mi suerte, el sujeto no se molesta en perseguirme y rápidamente lo pierdo de vista. Cuando me siento un poco más segura, desacelero el paso.
Eso es lo que más detesto de ser mujer; una niña aún. Cualquiera que tenga algo con lo que pueda comerciar querrá comprarte o usarte de trueque. Es por eso que desde que tengo memoria he cortado mi oscuro cabello como el de un chico. También he intentado ocultar mis curvas con la vieja ropa de mi padre. Aunque no es mucho, es lo único que puedo hacer para pasar desapercibida. Y debo hacerlo para poder alimentar a mis hermanos.
Desde que mis padres murieron me convertí en el único sustento de mi familia. Así que cada día camino un largo trecho hasta el mercado donde intento comerciar con lo que sea que encuentre en el basural junto a la choza donde vivimos.
Hoy no fue un gran día para mí. Estoy volviendo a mi casa con las manos vacías y esta noche tendré que oír el coro de estómagos hambrientos de Tarren y Willa. Yo puedo soportar el hambre durante días; pero ellos son pequeños y no han comidos desde hace dos días. Y es en momentos como esos, cuando veo las afiladas costillas de mis hermanos, maldigo a mis padres por habernos tenido. ¿Era necesario condenarnos a este mundo? Haber sacrificado años de esfuerzo en cuidarnos y alimentarnos. ¿Para qué? ¿Para que luego morir y dejarnos solos?
El parto de mis hermanos mellizos le costó la vida a mi madre; su cuerpo no era lo suficientemente fuerte para cargar con tres corazones latiendo a la vez. Mi padre intentó mantenernos vivos lo mejor que pudo. Pero tuvo que ser lo suficientemente estúpido para enfrentarse a un oficial y ganarse una bala en la cabeza.
Oficiales. Tremendos hijos de puta si los hay. Se creen tan correctos con sus trajes planchados y caras limpias. Siempre andan recorriendo las calles, sin soltar sus armas listas para disparar. Se supone que deben mantener la paz entre los civiles. Pero nunca hacen nada cuando roban o golpean a alguien en plena calle. Si siquiera se les mueve un pelo cuando alguien se cae muerto de hambre a sus pies. ¿Y si nos matamos uno a otros frente a todo el mundo? Simplemente se quedan disfrutando del espectáculo que nos hemos convertido para ellos. Ah, pero si manchas de mugre sus caras botas o están aburridos, no dudaran en llenarte de agujeros.
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Lunario
PoesiaEsta es una antología de cuento y poesía. Son las palabras que se me escaparon en algún momento, las que nadie conoce. Qué sé yo. Esta soy yo, hecha de papel y delirios.