-Cenicienta- (02)

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Apenas faltaban veinticuatro horas para la fiesta de cumpleaños de Jaime, pero Maia vivía cada minuto que pasaba como si fuesen segundos.

La ilusión hacía que se olvidara de su dolor de pies.

Llevaba dos centros comerciales enteros recorridos y ya estaba pateando el tercero. Sobre unos tacones negros de diez centímetros.

Pero ni siquiera el cansancio podía impedirle su objetivo: buscar el vestido perfecto para Ella.

Por suerte, su situación económica era desahogada. Su padre era un prestigioso abogado, su madre directora de una importante revista de moda.

Y Ella Greenway se merecía todos sus esfuerzos.

Maia se paró en seco delante de un impoluto escaparate. Miró boquiabierta aquella brillante tela, cada detalle, cada costura era algo mágico. Ese bien podía ser el vestido de sus sueños y sobre todo, el vestido de los sueños de su mejor amiga.

Color azul celeste, gasa color turquesa...cientos de azulados diamantitos adornando su corsé. Era simplemente perfecto.

Sonriendo entró a la tienda, dispuesta a pagar lo que fuese por aquella maravilla. Pero algo llamó su atención.

Se acercó despacio a la vitrina que exhibía los zapatos más hermosos del mundo y suspiró con ansia. Eran perfectos. Para Ella y para si misma, para que mentir.

Una chica de larga melena rubia y sonrisa encantadora se colocó a su lado.

- Hermosos, ¿verdad?

Maia volteó su cabeza para verla. En una pequeña chapita que adornaba su chaqueta negra se leía "Sarah".

Maia asintió con fascinación.

- Son un sueño...Pero creo que no tengo suficiente crédito para hacerlo realidad.

- 1200 dólares.- La dependienta informó, mirando a la joven compradora con compresión -Es un modelo exclusivo de Yves Saint Laurent.

Maia tragó saliva. Eso era muchísimo dinero, incluso para ella. Vivía sin problemas económicos pero tampoco era una de las hermanas Kardashian.

- Bueno, siempre podrías alquilarlos para un evento especial.

A la chica se le iluminaron sus ojos color chocolate. Porque ella no podía permitirse gastar 1200 dólares en unos zapatos pero si tomarlos prestados.

- ¿Cuánto sería?

Sarah le sonrió mientras susurraba "195 dólares"

- ¡En serio! ¿Esos mismos zapatos?

- Los mismos no, pero unos idénticos que alquilamos...si.

La suerte por fín iba a sonreirle a la pobre Ella. Aunque sólo fuese un mágico sueño de una noche.


-Hija mía, ¿porqué no descansas?

Los ojos celestes de la chica se humedecieron, dejando escapar una lágrima que descendía solitaria por su mejilla.

-No llores, princesa. Esto va a acabar pronto.

Andrew liberó un pesado suspiro mientras recibía la cálida sonrisa de su pequeña.

Ella ya no era una niña, tenía veinte años. Pero al ser su única hija, siempre sería su bebé.

Por eso el maldecia a diario su invalidez, aquella silla que lo mantenía atado a una vida infructuosa y sin valor.

Él pasaba sus días encerrado en su habitación, escuchando los gritos de su esposa contra su pequeña. Y cada vez que él salía en su defensa, las dos brujitas de Lily, como dos pequeños demonios amaestrados, se reían de él y le amargaban la existencia a la pobre Ella.

Él deseaba poder salir de aquel lugar, arrancar a su hija de ese infierno. Pero no tenía nada. Lo poco que cobraba gracias a su pensión de invalidez estaba destinado a pagar el curso de veterinaria de Ella. Y lo que sobraba, porque no decirlo, lo empleaba en botellas de whisky.

Era una manera ruin y rastrera de evadir sus problemas, una forma cobarde de ahogar sus penas. Pero era lo único que conseguía mantenerlo despierto. Eso y la maravillosa sonrisa de su niña.

-Ya terminé- Ella dijo con vitalidad, secando sus manos en el delantal -¿Te apetece bajar al jardín?

Andrew besó su mano y negó levemente con la cabeza.

-Prefiero descansar un poco, pero muchas gracias mi amor.

Ella besó su mejilla y comenzó a empujar la silla de ruedas hacia la habitación de su padre.

A medio camino, en mitad del pasillo, Maia hizo aparición.

Ella la miró de arriba a abajo. Su amiga tenía su hermoso pelo caoba recogido en una trenza ladeada, jeans rotos y un top ajustado negro. Una punzada de envidia pinchó su corazón.

Maia era hermosa, tenía una personalidad carismática y un estilo envidiable. Nada que ver con ella.

- Desde este mismo momento, me autoproclamo tu hada madrina.

Ella rió ante su gesto divertido pero observó con curiosidad la caja que su amiga escondía tras su espalda. Andrew, todavía en la puerta de su habitación, miraba la escena complacido.

-Antes de nada- Maia carraspeo, haciendo una reverencia con la cabeza al padre de su amiga -Señor Greenway, ¿me permite el honor de llevar a su hija al baile del Príncipe Jaime?

-¡Maia!.

Ella miró a la otra chica con las cejas alzadas, mientras su padre asentía entre risas. Sólo por eso, por conseguir hacer reír a su pobre padre, Maia Stevens se merecía el cielo.

-Este es mi presente- Maia estiró los brazos, colocando una caja blanca con letras plateadas frente a ella- Pero es un presente prestado, sólo sera tuyo hasta las doce de la mañana del día siguiente.

-¿Qué demonios...?

Ella abrió la caja con manos temblorosas, sin saber que esperar pero con la certeza de que, si viene de parte de Maia, por fuerza tiene que ser bueno.

Algo realmente suave al tacto rozó sus dedos, haciendo que Ella se estremeciera. Era una tela.

Al sacarla de la caja, pudo observar que la tela ya tenía forma. Era un vestido simplemente precioso, tan azul y tan elegante que le daban ganas de echarse a llorar.

Desde los tirantes hasta el ribete de la falda era una obra de arte. La parte de arriba estaba llena de pequeñas piedras que hacian brillar al corsé. La parte de abajo era sutil, suave, como una gasa que estaba hecha para abrazarse a su cuerpo.

-Muchas, muchas, muchísimas gracias.

Ella se abrazó a su "hada madrina", dejando que la emoción la embargara. No pudo evitar llorar.

- Todavía te queda algo por ver...

Maia le sujetó el vestido y señaló la caja con su cabeza. Ella frunció el ceño, no podía creer que su amiga se hubiese preocupado hasta del calzado.

Pero efectivamente, así habia sido. Un par de zapatos de tacon, llenos de diamantitos estaban dentro de la cajita. Eran tan brillantes que parecían de cristal.

Las dos amigas rieron y se abrazaron, ante la atenta mirada de Andrew... Y de Drisella.

La joven, escondida detrás de la puerta de su habitación, observaba la escena con rabia.

Ella era una mugrienta, una sirvientucha sin clase. Ella no se merecía lucir ese vestido, ni andar sobre esos zapatos. Ella no iba a acudir al cumpleaños de Jaime Arthur.

-Ya encontré las tijeras- Annie susurró detrás de su hermana, asomándose curiosa sobre su hombro- ¿De verdad vamos a hacerlo?

Drisella sonrió con malicia. Maia estaba llevando al inútil de Andrew a su habitación y Ella corrió con su cajita hasta la suya propia. Dos minutos despues, las dos chicas salieron de la casa entre risas.

-Hora de romper la magia.


~Broken Disney~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora