Capítulo 4

472 37 1
                                    

El Sexto Sello

La rotura del quinto sello no le proporcionó nada de utilidad a Gabriel. Apenas la aparición de un par de almas que clamaban al Señor que vengase sus injustas muertes, producidas -según ellas- por dar testimonio de Su palabra.

El arcángel se desentendió de esos espíritus. Como clamaban justicia a un Dios que ya no estaba allí para oírlos y al Cielo no podían entrar (Gabriel había cerrado las Puertas del Paraíso luego de echar fuera a todos los demás ángeles. Un efecto secundario de tal accionar fue que nadie podía volver a entrar, ni siquiera las almas de los muertos), simplemente los abandonó a su suerte en el Sheol, el reino de las tinieblas. Finiquitado el asunto, pasó al siguiente: la apertura del sexto sello.

Para hacer eso, eligió un lugar muy especial. Descendió al lado del inmenso letrero de Hollywood y desde aquella colina, miró a la ciudad de Los Ángeles...

-Ha llegado la hora - susurró, sosteniendo el pergamino entre sus manos - La hora del castigo. John, querido amigo... he estado reservando esto especialmente para ti.

Sonrió y rompió el sello.

Constantine despertó de su sopor etílico para descubrir que su apartamento estaba temblando. Muy pronto supo con pesar dos cosas: la primera, que no era una ilusión. La segunda, que no sólo era su apartamento el que temblaba... era toda la ciudad.

Con dificultad, se acercó a la ventana. Observó cómo se sacudían los edificios vecinos, cada vez más violentamente. Era como si un enorme titán se hubiera despertado allá abajo y estuviera desperezándose.

-¡Mierda! - fue lo único que atinó a decir, antes de que la fuerza del sacudón derrumbara el techo sobre él y todo se pusiera negro.

Debió haber estado inconsciente un largo rato. Cuando despertó -por segunda vez en el día- se halló rodeado de escombros. Cascotes, hierros retorcidos, muebles, pedazos de mampostería... todo yacía desparramado a su alrededor.

Tosiendo, John se incorporó. Tambaleándose, se dirigió a la puerta. Salió a una escalera de emergencia partida en pedazos por el terremoto. Entre la penumbra provocada por el polvo, bajó como pudo y descendió a la calle. Lo recibió un panorama desolador: Los Ángeles yacía destruida. Edificios enteros, grandes rascacielos, se habían venido abajo. Incontrolables incendios se producían por todas partes, infestando de humo el aire y oscureciendo el cielo del amanecer.

Constantine, perplejo y todavía atontado, escuchó los lamentos, los gritos y gemidos de una ciudad herida de muerte. Acompañándolo todo estaba el eterno sonido de las sirenas sonando. La policía, los bomberos y las ambulancias se habían puesto en acción. Los que podían ayudaban a sus familiares a surgir de los escombros; eran los más afortunados. Los menos lloraban la perdida de un ser querido o pariente. Y los había que no lloraban en absoluto, puesto que yacían bajo toneladas de roca y hormigón, aplastados y muertos.

John no podía saberlo - en realidad, en ese momento, los supervivientes del terremoto no lo podían saber. No tenían tiempo ni medios para hacerlo - pero todo el territorio entero que comprendía a las destruidas ciudades de Los Ángeles, San Diego y San Francisco se había separado del continente, arrancado de cuajo y convertido en una isla. En los pocos minutos que duró el sismo, miles de millones de vidas se habían perdido. Millones más les irían siguiendo en los días por venir.

CONSTANTINE: Apocalipsis (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora