Capítulo 3: La otra cara de la moneda

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Evelyn se levantó pronto aquel sábado y a pesar de no ser ni siquiera las 9, la casa le pareció mucho más ruidosa que de costumbre. La puerta de la calle estaba abierta de par en par y escuchaba algunas voces que venían del rellano. Por un momento, con el cuerpo entumecido todavía y la mente algo adormilada, no sabía que estaba pasando.

Se peinó rápidamente con los dedos por si algún extraño decidía presentarse sin avisar, y se asomó a la escalera con cautela.

Robert apareció acompañando a una enorme caja llena de advertencias en las que se leía "muy frágil", embalado de todas las maneras posibles. Sonrió ampliamente al verla apoyada en el marco desde detrás del enorme envoltorio. La caja topó con el suelo de golpe una vez terminaron de subir escalones, emitiendo un sonoro quejido. La joven no pudo ocultar su curiosidad.

− ¿Se puede saber qué traes? – preguntó ella, riéndose dulcemente.

− ¡Evelyn! Qué bien que estés despierta. Es algo indispensable, tenía que hacerle un hueco aquí. Espero que no te importe.

− Comprendo... Y ¿se te ha ocurrido que es posible que no quepa por aquí? – preguntó, alzando la ceja y señalando la puerta. El rostro de Robert se congeló por un momento. Miró a los dos muchachos que le ayudaban y uno de ellos asintió levemente.

El muchacho lo abrió con delicadeza y dejó ver un precioso piano de color azabache muy brillante, con las teclas relucientes y una presencia innegable. Evelyn no pudo evitar mirarlo como si estuviese hecho de oro.

− ¿Te gusta? – preguntó Robert, volviendo a sonreír al verle el rostro. – Es mi pequeño tesoro, lo tengo desde hace años.

− Es una broma, ¿no? Es tan... vaya. ¿Tocas el piano? – preguntó, queriendo pasar un dedo por la superficie, pero sin atreverse a hacerlo temiendo causarle algún daño. – ¿Hay algo que no sepas hacer?

Robert se rio y observó cómo desmontaban las patas con sumo respeto. El proceso se repitió a la inversa una vez consiguieron entrarlo en el salón, que parecía llenarse de una luz especial ante la presencia del instrumento.

− Gracias, chicos. – comentó cuando estos hubieron acabado y colocado todo de tal manera que parecía que se había hecho para habitar aquella estancia.

Ambos se marcharon después de despedirse y de pronto la estancia quedó envuelta de silencio. Evelyn se había quedado embobada admirando aquella majestuosidad. Pensó en lo mucho que adoraba la melodía de piano. Recordó las tardes en casa de su tía Jillian, al lado del mucho más modesto piano que tenía, cantando canciones viejas y riéndose de las letras que se inventaban sobre la marcha.

Su burbuja estalló cuando Robert se sentó en el taburete. Le sonrió y miró fijamente el teclado durante unos largos segundos, como si quisiera descifrar algún truco de magia. Los dedos del muchacho comenzaron a rozar las teclas, de las cuales surgía un sonido delicado y dulce. Su rostro parecía en paz, como si no existiera nada más además del piano y él. Evelyn permanecía a un lado, como mera espectadora, notando como un impulso eléctrico le recorría la espina dorsal de abajo arriba y le hacía tomar aire precipitadamente.

La canción llegó a su fin, y él acarició la última tecla arrancando una última nota que hizo suspirar a Evelyn, que seguía clavada en el suelo dispuesta a arrancarse a aplaudir en cualquier momento.

− ¿Qué te parece? Es terapéutico. Siempre que necesito tranquilizarme, acabo aquí. – comentó el mirándolo con adoración y pasando la mano delicadamente por encima.

− Espectacular – Respiró hondo y sonrió. – Veo que te trae buenos recuerdos. Se nota en la forma que tocas. – El rostro del joven se iluminó ante sus palabras, como si no las hubiera oído nunca tan sinceras.

− Ojalá fueran todos buenos... y ojalá más gente opinara lo mismo que tú. – dijo, frunciendo el ceño durante un segundo. – No importa, ¿te apetece salir a desayunar? Invito yo.

Sus planes originales se limitaban a ordenar su cuarto, pasar unos cuantos apuntes a limpio y probablemente ver alguna película. Sin embargo, había acabado en la terraza de una monísima cafetería del centro y mientras observaba los coches pasar, pensó que aquel plan era muchísimo mejor. Hacía tan buen tiempo que se hubiese arrepentido de no haber aceptado la amable invitación de Robert. Todavía podía notarse el calor del verano, aunque el tono anaranjado de las hojas daba la bienvenida a la nueva estación. El aire movía suavemente la falda de la muchacha, repleta de florecillas moradas bordadas.

Él apareció por la puerta, con ese abrigo estilo inglés que tan bien le quedaba, dejando al descubierto una camisa blanca y un par de jeans. Sujetando dos tazas, una en cada mano, se acercó a la mesa. De nuevo tenía aquel gesto de preocupación en la cara, evitando con cautela las mesas que se encontraba a su paso. Evelyn no pudo evitar sonreír al verlo.

Aquel café con leche le supo a poco. Podría haberse pedido cuatro o cinco más con tal de que aquella agradable conversación no hubiese terminado. Robert parecía mucho más cómodo que de costumbre, y es que, después de varias semanas juntos, la convivencia se había vuelto mucho más llevadera.

Ella le preguntaba por su vida en los Hamptons, él por su experiencia en la universidad. Él le contaba que había sido el pequeño de la casa después de sus 5 hermanos y que nunca había sido fácil convivir con ellos, sobre todo cuando su mentalidad desafiaba de tal manera al conservadurismo de sus padres, el cual sus hermanos habían decidido imitar. Ella repasó todas sus aventuras hasta la fecha, incluyendo la vez en la que acabó cubierta de harina gracias a una novatada, y cómo los profesores y todo el trabajo acumulado conseguían sacarla de quicio.

Se había dado cuenta de que quería saberlo todo sobre aquel muchacho. Cómo había conseguido que su nombre fuese respetado y conocido, si había pasado innumerables noches en vela estudiando, cual había sido su primer amor, si tenía algún proyecto que quería cumplir antes de morir, como todos esos clichés de escribir un libro o plantar un árbol. Todo detalle le resultaba ahora de lo más interesante.

Pensó que era muy probable que, al lado de su fascinante vida, la de la morena pareciera un capítulo de "Cosas de casa". Sin embargo, Robert la escuchaba hablar como si le contara anécdotas de otro siglo, apoyando los codos sobre la mesa e intimidándola clavando esos enormes ojos verdosos en ella. Sin apartarlos un segundo. Podía haber jurado que a pesar de la fachada seria e imponente que enseñaba al mundo había otro Robert: atento, afectuoso y sensible. Podía haber jurado, también, que esa otra cara de la moneda florecía ante ella, cuando podría haber jurado que era otoño todavía.





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