Capítulo 4: Home is where the heart is

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A Evelyn le fascinaba la velocidad con la que se le había pasado el tiempo. Echaba la vista atrás y no era realmente consciente de haber vivido tantas cosas. En unos cuantos meses, había hecho lo que le hubiese parecido inimaginable unos meses atrás, en casa de sus padres. Había subido y bajado los cinco pisos de aquel maltrecho edificio tantas veces, había agradecido una y otra vez la calefacción encendida cuando llegaba tarde de la biblioteca, además del olor a comida recién hecha que solía acompañarle. Había vivido miles de cosas en la Universidad, había hecho infinidad de amigos. Pero la mejor parte de todo era llegar a casa y notar la calidez que flotaba en el ambiente, no sólo por la calefacción.

Habían compartido tantas cosas, tantos cafés por la mañana con caras de sueño y pelo despeinado. Ahora conocía su historia: sabía que sí había pasado innumerables noches en vela estudiando y gracias a aquello había conseguido sacarse el título como uno de los mejores de su clase. Sabía que se había negado a seguir el negocio inmobiliario de su padre y que desde aquel momento no habían vuelto a dirigirse la palabra a no ser que fuera estrictamente necesario. Sabía que había tenido que trabajar días enteros, sin dormir o comer apenas, para estar donde estaba y que el camino, aunque había merecido la pena, no había sido precisamente uno lleno de rosas.

Conocía también algunos de sus miedos, sueños, gustos e incluso primeras veces gracias a aquellas noches de noviembre después de que una de las tuberías de gas se estropeara, en las que no les había quedado más remedio que apretarse en el sofá bajo un par de mantas para sobrellevar el frío. Él también la había escuchado divagar a ella, apreciando sus locuras, sus historias de instituto en Maryland y todas las pequeñas cosas que la hacían ser tan peculiar. Resultó que, sorprendentemente, tenían muchas cosas en común, como que a ambos les encantaban los comics de Marvel, las comedias francesas absurdas y el té caliente con miel y limón. Había pasado un invierno entero junto a él, dentro de aquel lugar. Ya no eran cuatro paredes, sino cuatro paredes y muchos y muy buenos recuerdos.

Sin embargo, un día le dio por pensar en la conversación que habían mantenido hacía unos meses. "Hasta que acabe el semestre". Robert había sido bastante específico y, mientras se dejaba caer en el sofá, en su cabeza no cabía otra cosa más que la posibilidad de que estuviera deseoso de que se marchara, al fin y al cabo, sólo era una mocosa para él. Aquel pensamiento le había cruzado la mente más de una vez, pero hasta ese momento sólo había sido algo fugaz.

El calendario estaba repleto de crucecitas rojas que llegaban prácticamente hasta el final de la hoja de enero. Cinco meses, y sabía que nunca antes se le habían pasado tan rápido los días. La simple idea de abandonar aquel apartamento le provocaba una profunda inquietud, aunque tenía la certeza de que tarde o temprano tendría que ocurrir. El ruido de las llaves en la cerradura la sobresaltó. Robert se asomó por la puerta, con el maletín marrón de piel colgando del hombro.

− Oh, estás aquí. Pensaba que salías más tarde. – comentó, mirando su reloj. – Aparentemente he sido yo el que ha salido más tarde. – se sonrió y ladeó la cabeza. – ¿Qué tal el día?

Evelyn permaneció muda, dedicándole una mirada turbada. Robert frunció el ceño y ella desvió la mirada al suelo de pronto, notando las palmas de las manos húmedas. Cerró la puerta tras de sí y avanzó lentamente hacia la joven.

− ¿Va todo bien? ¿A qué se debe esa cara tan larga? – dijo, con tono burlón, aunque realmente estaba algo preocupado. - ¿Ha ocurrido algo?

− Yo... quería hablar contigo, si tienes un momento. – le espetó de pronto, sin rodeos.

Robert tomó asiento a su lado, con un gesto de preocupación cada vez más obvio, aunque decidió permanecer callado hasta escuchar lo que ella tenía que decirle.

− Está a punto de acabarse el semestre. Los exámenes son la próxima semana y... Bueno, sé que lo hablamos en su momento y sé que acepté la oferta con esas condiciones, pero... - Notó como le temblaban un poco las manos. Robert seguía mirándola en silencio. – Probablemente estés deseando que me vaya y lo entiendo, querrás tu propio espacio, y ... Joder, no quiero irme. – Le espetó de pronto, sintiéndose estúpida al escucharse. – Suena muy infantil, lo sé, pero no quiero otro sitio, quiero este sitio. Pagaré lo que me pidas de alquiler, o me quedaré en la biblioteca el resto del día si quieres, lo que-

− Evelyn, deja de decir tonterías. – la interrumpió él, precipitadamente. Le puso una mano suavemente sobre el brazo, haciéndole sentir de repente mucho mejor. – No voy a echarte. Ni siquiera me acordaba de que lo que había dicho sobre el semestre. Ni me había dado cuenta de que han pasado ya seis meses, maldita sea. Es más, quiero que te quedes. – sonrió de tal manera que la muchacha no pudo evitar ruborizarse – Esto sería demasiado aburrido si no estuvieras por aquí, créeme.

No fue capaz de decir mucho más porque en menos de un segundo Evelyn se había abalanzado sobre él con los brazos abiertos y había rodeado su cuello con ellos, impidiéndole hablar o moverse. O respirar. La joven ahogó contra su hombro una serie de grititos indescifrables que lograron arrancar la risa de Robert. Ambos acabaron tumbados en el sofá. La morena había liberado su cuello, pero permanecía sobre él, sonriendo con energía. Robert volvió a soltar una carcajada grave, lenta y tierna. Evelyn volvió a perderse en sus ojos verdosos y pasó, sólo un segundo, por su pensamiento que quizás no sólo quería quedarse ahí sin más. Quería, sobre todo, quedarse con él. Aunque su orgullo le impedía admitirlo.

− Joder, esto hay que celebrarlo. – dijo ella, incorporándose. – Te invito a una cerveza. O a un Martini, o a la mierda que sea que toméis en los Hamptons.

− Una cerveza suena genial, sobre todo después del día que he tenido. – afirmó Robert, observando como la muchacha se alejaba hacia la cocina, llena de euforia y alegría.

Encontraba fascinante la capacidad que tenía de transmitir esa jovialidad que poseía. Imaginó por un momento aquel piso sin ella, pero le resultó imposible. Sería triste, y soso. Todo se había impregnado de su carácter, de su actitud descarada y despreocupada. Incluso alguna parte de él había quedado impregnada de todo aquello. No se había sentido tan joven nunca, tan lleno de vida. Quizás era culpa de aquella jovencita, pero su ego no le permitía aceptarlo.



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