Untitled Part 17

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Margat es una pequeña localidad ubicada al noroeste de Canelones (Uruguay), equidistante a cinco kilómetros de la capital del departamento y de la ciudad de Santa Lucía.

En otra época fue bastante popular debido a su estación de trenes, y de hecho todo el pueblo nació y creció en torno a la actividad de esta estación. En la actualidad se desarrolla en la zona una versátil actividad comercial que va de desde apuestas horti-frutícolas y criaderos de pollos hasta una industria de aceite de semilla de zapallo.

Por esta razón es en ocasiones visitada por muchos turistas que llegan desde lejos a conocer tales emprendimientos y a llevarse sus productos.

La mayor parte del tiempo, sin embargo, se desarrolla en Margat una vida muy apacible, en la que se mezclan sin alboroto las tradiciones criollas con las de los italianos y españoles.

No obstante, el día dieciocho de octubre de 1993 este silencioso paraje se vio drásticamente conmocionado por un episodio que lo convirtió en el centro de la atención mediática del país.

La noche de aquel día, don Guillermo Delgado, un vecino de la zona ya entrado en años a quien se recuerda recio, de pocas palabras y de carácter noble y humilde dio público un testimonio de un suceso extraordinario que le había tocado vivir:

Según dejó saber este señor en sus declaraciones, iba aquella vez cerca de la medianoche transitando tranquilamente en su caballo por las cercanías del arroyo Canelón Grande cuando en determinado momento, justo antes de llegar al puente sobre el arroyo Melgarejo, comenzó a escuchar unos sonidos extraños que provenían de la espesura del monte.

Al principio pensó que podía ser el lamento de algún gato perdido que maullaba de hambre o de miedo en la soledad.

No obstante, le bastó prestar un poco más de atención para comenzar a albergar la sospecha de que en realidad se trataba de algo diferente. Más aún, Delgado podría jurar que en el momento que lo sintió por primera vez aquello se parecía a una queja velada y entrecortada, como si se tratara de los sollozos de un pequeño bebé.

Preso de un sentimiento de profundo asombro, don Guillermo Delgado detuvo su caballo y luego de bajarse del mismo lo sujetó contra una de las estacas del alambrado.

No podía ver muy bien de dónde procedían los ruidos, pero como era un hombre de campo, y por ende sumamente diestro en el arte de seguir un rastro en la oscuridad, no tuvo inconvenientes en internarse entre los pastizales que bordeaban el camino de tierra en procura del origen del misterio.

Orientándose en la penumbra llegó hasta un montón de matas entre las que se encontraba un envoltorio de trapos sucios, que se movía vagamente. El hallazgo parecía no dejar lugar a dudas:

Aquel bulto de color blanco cobijaba a un niño en su más tierna infancia, casi un bebé, que lloraba bajito.

Desde lo más recóndito del alma le sobrevino a Delgado una gran ira ante el pensamiento de que aquel indefenso bebé, con frío y tal vez también enfermo, hubiera sido abandonado allí, en pleno chircal.

Ninguna criatura en su sano juicio, pensó, sería capaz de semejante barbaridad. Y como parecía obvio que una pena muy profunda lo aquejaba, pues el bebé lloraba con insistencia, y él no tenía idea de qué hacer para calmarlo, se dijo que lo mejor sería llevarlo lo más pronto posible ante alguna autoridad que pudiera hacerse cargo.

Sin más trámite, y con el corazón todavía estremecido por el descubrimiento, tomó la criatura en sus brazos, se subió con ella al caballo y comenzó a trotar hacia la localidad de Margat.

En el camino, Delgado comenzó a advertir algunas cosas raras. De hecho ya al levantar al bulto del suelo, le había llamado un poco la atención que el peso del mismo era muy débil y su consistencia demasiado blanda, como si no se tratara exactamente del cuerpo de un niño. Pero lo que más le impresionó, sin duda, fue escuchar que el llanto del bebé comenzó a desaparecer poco a poco, y que dio paso a otro de una naturaleza diferente.

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