El día que Picasso usó las llaves

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Entró con las llaves que le hice y no me dio tiempo de arreglarme (yo esperaba que tocara el timbre) abrió la puerta del departamento y dijo "no te quiero ver ni hablar más". Así textual. Me temblaban las piernas de nuevo. "Porque estás re obsesiva , porque me llamas todo el tiempo, porque me inundas de mensajes de texto, porque hay veces que no tengo ganas de verte ni saber de vos, porque me siento obligado a hacer cosas que no quiero. Porque lo único que querés es verme cara coger y porque me parece que te comiste que soy tu novio o tu pareja y nada que ver".
Para cuando terminó de decir eso, ya no sentía la nariz un las orejas. Un "beep" eterno como cuando salís de bailar inundo mi casa. No escuchaba nada más que ese sonidito. La boca de Picasso se movía pero yo no entendía qué me estaba diciendo. Veía letritas de colores que le salían de la boca pero no lograba unirlas ni para formar una palabra.
Solamente alcancé a ponerme delante de la puerta para prohibirle el paso. "Por favor no te vayas. Entendí todo lo que me dijiste, por favor quédate solamente hoy. Solamente esta noche". Picasso, mientras, hacia fuerza para salir; me agarraba de los brazos, me obligaba a correrme. Me tiré a llorar en el piso, con la espalda en la puerta. ¡Por favor, no te vayas hoy! ¡Quedate esta noche! ¡Quedate que tengo miedo! Quedate Enrique, te lo pido por Dios. No te vayas justo hoy. Tengo miedo.
Se sentó en el piso al lado mío, me acarició la cabeza copiándome el gesto eterno y habló en vos baja: "va a estar todo bien, Jari; va a estar todo bien. Quedate tranquila, no me voy hoy. Me quedo"
Me llevó hasta mi cama y se acostó al lado mío. Buscó una frazada adentro del placard y nos tapó. Le rogué a Dios que se quedara conmigo esa noche y Picasso también se quedó.
A la mañana abrí los ojos y ahí estaba la cama vacía. Me puse a llorar en un segundo y corrí al baño a buscarlo, no pudo haberse ido sin despedirse. No estaba en el baño, me miré en el espejo y me vi llorar. Fui hasta el living y ahí estaba, escribiendo un mensaje en el celular. Alzó la mirada, todavía con las manos en las teclas, volvió la mirada al celular y preguntó monocorde "cómo estás hoy". Me tiré a llorar arrodillada en el piso, mi cara apoyada en sus rodillas, mojándole el jean con lágrimas.
Me apartó, se levantó e intentó abrir la puerta. "¿Supongo que tenés que ver con que la puerta esté cerrada con llave y yo no encuentre mi llavero, no?". Ahora estaba tirada en el piso, arrancándome los pelos, con muchas ganas de gritar y con mucho miedo de asustarlo para siempre. Se acercó, se agachó y con tono académico dijo: "¿Me podés abrir?". Yo tenía la cara roja de tanto llorar, los pelos como si me hubiera peinado con gato rabioso y ni siquiera me había lavado los dientes. Estaba sexy, sexy. Me dio mucha vergüenza buscar las llaves debajo del almohadón negro del sillón. Dije "acá están" entre suspiros de angustia y le pedí por favor que no se fuera.
Caminó hasta la puerta, metió la llave en la cerradura y antes de darle la vuelta dijo: "Me quedé como te prometí, ahora te toca a vos tu parte del trato. Vos sabrás". Y se fue.

Intentar explicar lo que me pasó en las siguientes horas no tiene mucho sentido. Porque esas horas no lo tuvieron, fueron de las más absurdas que viví. Todo me parecía extraño, como si hubiera entrado a mi casa y no estuvieran los muebles, o por lo menos como si estuvieran cambiados de lugar. Como entrar en un departamento donde entraron ladrones: todo desordenado. Desordenados los pensamientos, los sentimientos, mis cejas, mi pelo, el maquillaje de mi cara, desordenados los suspiros, las manos en el piso, las manos en la cabeza, las manos secándome la nariz, las manos pasando los mocos por el pijama. Las manos que no iban a tocar más ese cuerpo. Mi cuerpo que no iba a volver a dormir. Mi cama que iba a quedar sola y fría , mis jeans nuevos que no quería usar jamás. Mi vida absurda desordenada.
Me levanté mareada, busqué el celular, intenté marcar un número pero no sabía a donde llamarlo, no sabía su número o no me lo acordaba. Me puse a gritar, a pegarle piñas al piso. Me dolieron los nudillos, me dolió la cabeza, me dolió saber que no iba a volver a verlo. Le escribí un mensaje de texto cuando pude calmar mis manos que temblaban: "te vas a arrepentir de esto. Si me llega a pasar algo va a ser tu culpa". No contestó a mi amenaza. Yo lo decía en serio, pensaba culparlo de lo que pasaba por esa sola razón: ¡era el culpable! De cualquiera manera, no contestó a ese ni a los cinco o seis mensajes de psico-killer que le mandé antes de llamarlo.
Atendió, contra todas las probabilidades. Debía estar bastante preocupado por mí o por la mucha culpa que tenía por haberme abandonado. ¿Quién puede abandonar a alguien así, son dar explicaciones? ¿Cómo podés entrar en la casa de alguien que te ama y tirar así como quien tira un papel en la calle un "no quiero verte más"? ¿Qué clase de ogro?
Picasso, te prometo que voy a cambiar, quédate conmigo.
No, es una decisión tomada.
No le bastó con llegar a mi casa y romperme las ilusiones como jarrones del barrio chino. No le bastó con intentar abandonarme en la madrugada, tampoco con dejarme llorando en el piso, tirada y pisoteada como el volante de un puticlub. También tenía que humillarme y cortarme el teléfono. Los hombres son una porquería y quien no coincida conmigo tiene, cuanto menos, un leve desquicio psiquiátrico.
Lloré todo el día ese día. Bajé en pijama a buscarlo a Starbucks y no estaba. Recibí un mensaje de texto unas horas más tarde: "ni te gastes en buscarme, no voy a estar". Pasé por la casa de mis viejos y me robé unas pastillas del baño de mamá. Clonazepam. Paré en un kiosco a buscar una Coca-Cola y me tomé tres ahí mismo. No bastaron para hacerme dormir. Me tomé un colectivo, ni siquiera llegué a ver cuál era y viajé durante horas por la ciudad. No tenía nada, no veía nada, ni entendía nada.
Desde que estaba con Picasso no había música en mi vida, no había vida, no había nada. Solamente esa necesidad de verlo, de saber de él, de tenerlo aunque fuera unas horas solo para mí. Me gustaba quedarme mirándolo un tiempo, viéndole bailar las pestañas cuando hablaba, mover la lengua cuando comía. Me bajé cuando reconocí la parada, estaba de vuelta en el departamento. Caminé como zombie, subí la escalera y entré. La puerta ni siquiera tenía la llave puesta. Tomé un cuchillo y me senté en el piso. Ya le había sacado varias capas de madera al escritorio cuando decidí llamarlo. Me atendió pero no pude hablar. De un lado se escuchaba "hola, háblame porque para algo me llamaste" y de mi lado solamente el sonido del cuchillo contra la madera. Me preguntó qué era ese ruido y yo no le contesté. Mantuve la conversación unipersonal veinte minutos antes de que me fuera imposible decirle que me estaba volviendo loca. Nunca paré de raspar el escritorio.
¿Qué mierda es eso que estás haciendo Jari?
Es un cuchillo.
Voy para allá.
No sé con qué intención le pedí que no viniera. Supongo que porque sabía que no había manera de pararlo. Me cortó enseguida y me pidió que no me moviese del departamento. De cualquier manera no tenía a dónde ir, ni quería ir a otro lugar: tenía todo lo que quería en ese mismo departamento. Corrí hasta mi habitación y busqué un vestido. En algún lugar de mi mente era importante estar bien vestida, aunque si me hubiera detenido un segundo ante un espejo, me había dado cuenta de que la situación no ameritaba etiqueta negra.
Tocó timbre un buen rato pero no me di cuenta. Las pastillas que me había tomado por fin estaban surtiendo efecto. Todo me parecía un poco más nublado que en la vida real... y justamente eso: no parecía la vida real. Parecía más bien una película o una recreación lejana de lo que en algún momento se había asemejado a la vida. Era la sombra de la persona religiosa que solía ser. ¿A dónde se había ido mi fe? En ese momento ni Dios lo sabía.
El timbre seguía sonando y habían pasado ya varios minutos, imposible determinar cuántos en el estado en que estaba. Decidí que era momento de enfrentarlo. Bajé descalza pero con mi vestido. Le abrí la puerta: estaba como desquiciado, cuando entró golpeó tan fuerte la puerta de entrada contra la pared que le dejó un hueco del que los inquilinos hasta el día de hoy se quejan.
Subimos atropellados las escaleras y como yo no reaccionaba me empujó. Caí dos escalones pero en ese momento parecieron metros profundos. ¡Reacciona, nena! ¡Estás loca! ¿Qué tomaste? Seguimos subiendo, yo medio me reía, medio lloraba, medio le agarraba los pantalones y la remera en señal de agradecimiento por haber ido.
Me llevó adentro del departamento y me pidió que llamara a mis viejos. No encontró el contacto "mamá" ni "papá" en mi celular porque los había cambiado por "Tomás" y "Lucio" para darle celos si me llamaban. Así que directamente llamó a mi hermano. Su nombre sí estaba ahí, nunca pensé que lo iba a necesitar.
Lo siguiente que sé es que recorrí con él, con mi mamá y con mi papá varios hospitales. A mí me pareció todo una gran montaña rusa, todo se movía, todo daba náuseas; las imágenes se perdían en segundos.
Llegamos al hospital donde me quedaría un mes y medio. Los primeros días no pude hablar con nadie de la familia, nadie me vino a ver y yo tampoco quería ver a nadie. Solamente quería ver a Picasso, solamente saber que estaba y que podía quedarse conmigo me hubiera calmado. Pero ninguna de esas opciones, nada. Ni estaba ahí, ni me iba a visitar, ni parecía que iba a visitarme en un futuro cercano.

Mi primer día de ingreso fue nublado, borroso. Llegué y me inyectaron algo que me hizo dormir un día y medio. "Es la bienvenida, para la adaptación al programa". Estaba en una habitación con dos camas pero estaba sola. Cuando después de un día y medio pude volver a abrir los ojos, vi las cosas con un poco más de detenimiento. Por ejemplo, me puse a pensar "dónde estoy", "qué hago acá" y "dónde está Picasso". En el orden inverso, claro.
No estaba en mi casa, esa no era mi habitación. Estaba en un cuarto de paredes bordo, al lado de mi cama había otra pero estaba desocupada. Tampoco era un hotel porque no había frigobar ni chocolates de cortesía en las almohadas. Me di cuenta que estaba en un neuropsiquiátrico porque no había nada de nada en ningún lado. Y las toallas del baño tenían el nombre de una clínica. Con tranquilidad podría haber sido un hotel, porque tenía un cobertor de plumas en lugar de una frazada vieja. Y en la entrada había una mesa ratona con un jarroncito y dos flores de plástico. Nada tenía mucha vida en esa habitación, ni siquiera yo.
El único pensamiento además de "quiero ver a Picasso" que me pasaba por la cabeza era "quiero fumar". No fumo, no fumé jamás, pero moría por un poco de humo que me aclarara las ideas. Ese día y medio durmiendo había tenido sueños fríos. Tenía mucho frío y me sentí desnuda, eso es lo poco que recuerdo. Y me quedé dormida.
Más del cincuenta por ciento de mi tiempo esos días en ese lugar la pasé durmiendo. Cuando me despertaba oscilaban las visitas. Dos veces fueron mis viejos y una vez Santina. Después, no hubo más visitas. Una vos mecánica me explicó: "visitas solamente los sábados y durante la semana deberás integrarte en los grupos y cursos que damos acá en la clínica, ¿sabés?". De Picasso nada. Ni en los noticieros. No se había pegado un tiro por mí, no había hecho ninguna locura, no se había siquiera agarrado los dedos con la puerta. Ni siquiera había ido a visitarme. Nada de nada.
El baño no tenía espejo y los bordes no tenían filos. Supongo que lo primero para no vernos y lo segundo para no matarnos cuando nos viéramos. Ni siquiera había bañera: un duchador y nada en el piso.
Los horarios en la clínica eran muy estrictos y no podías salirte fácil del plan, tampoco había demasiado para hacer a menos que te interesara hablar con personitas violetas que parecían volar por todos lados. Muchos los veían, yo nada. Yo parecía volar por todos lados. Muchos lo veían, yo nada. Yo veía a Picasso detrás de cada árbol, leyendo cada libro en la biblioteca y disfrazado de cada médico psiquiatra que me tocaba cruzar.
En mi segundo día de loca internada, todavía sin saben bien por qué tanto escándalo por tres pastillas, vi algo que me movilizó. Pensé "así voy a terminar yo si no veo a Picasso" y decidí hablar con un médico.
Me había rehusado a hacerlo, creía que no lo necesitaba. Entonces me encontré con el doctor Lobenstein.
En el pasillo acabo de ver algo.
¿Y qué te pasó?
Que no quiero terminar así. Por eso pedí hablar con usted. Hagamos este trato...
Yo no hago tratos con pacientes, Jari.
... escúcheme: yo hablo de lo que usted quiera, si quiere le digo que también veo a Michael Jackson haciendo el pasito para atrás en los pasillos de la clínica, pero usted me deja ver a Picasso.
¿Qué viste?
Vi a una chica convulsionar al lado mío. No sé con qué la están medicando pero obviamente no funciona.
Ahá
Y la agarraron entre cinco enfermeros y al final tuvo que venir una ambulancia y se la llevaron. Y no quiero terminar así. Yo solamente quiero ver a Picasso.
No es posible eso.
Por favor, que venga.
Según tengo entendido, el tal Picasso, Enrique, no quiere venir porque piensa que puede retrasar su evolución. Y estoy de acuerdo con él.
¿Cómo sabe si nunca hablamos nosotros?
Justamente por eso, porque nunca hablamos.
¿Hacemos el trato? Yo le cuento todo, yo hablo de todo pero quiero ver a Picasso.
No fue demasiado difícil convencer al doctor Lobenstein, fue un buen tipo y no logré desquiciarlo en ningún momento. Supongo que en esa clínica había especímenes más trastornados que yo misma. Hasta tuvieron la delicadeza de modificar el horario de visitas porque Picasso había empezado a ensayar de cuatro a seis. Así que una noche, como mi quinta noche en la clínica, tocaron la puerta después de la cena. Todo un evento inesperado. Y lo más inesperado fue la cara que vi después de la puerta: el rey Enrique en persona.

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