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-Vamos, gruagach - la alentó - Un Quigley nunca rehúye una pelea.

-No soy una Quigley.

-No puedes negarlo, gruagach. Eres igualita que yo.

La estaba provocando, sabía que pretendía enfadarla para que perdiese el control. Inspiró profundo antes de bloquear un nuevo ataque. Parecía como si la energía de su padre fuese inagotable, sus brazos vibraron con el choque de espadas.

-Podría estar eternamente así, gruagach - ¿acaso le había leído el pensamiento?

-Yo también, padre.

-¿Y qué ganaremos con esto?

-Mientras peleas conmigo, no lastimas a nadie más.

Odiaba la risa de su padre, le recordaba a su infancia, a la vulnerabilidad que había sentido durante los diez primeros años de su vida. Por un momento, pensó en atacarlo, en destrozarle la boca con su espada, para que nunca más volviese a reír. Se sorprendió de su propio pensamiento. No soy una Quigley, se repitió.

-Te estás haciendo viejo, padre - ella también sabía jugar a aquello - ¿Sabes que tus hijos desean matarte?

-Por supuesto. No espero morir de viejo, postrado en una cama, gruagach. Algún día moriré en la guerra. Y si eso no sucediese, espero que uno de mis hijos acabe conmigo, como yo hice con mi padre.

-Eres un demonio.

-¿Serás tú quien acabe conmigo? - la provocó, ignorando sus palabras - ¿O te pasarás la vida huyendo de mí? Tal y como estás haciendo ahora mismo, gruagach.

Esta vez la provocación tuvo efecto en ella, la rabia la cegó. Si eso es lo que quieres, eso tendrás, pensó. Sin darse tiempo para pensarlo, cuando su padre agitó su hacha hacia ella, giró sobre sí misma mientras se agachaba. Pero esta vez no se limitó a escapar, sino que lanzó su propio ataque. Con satisfacción, sintió cómo su espada rasgaba piel y carne en el duro estómago de su padre. Una línea roja se dibujó a través de la camisa. En su arrogancia, ni siquiera llevaba protección en su torso.

El gruñido de su padre surgió de lo más profundo de su ser. Había ira y rabia en él pero también sorpresa. Incluso algo de orgullo, escondido en lo más hondo. La miró con furia e incrementó el ritmo de sus envites. La hacía retroceder una y otra vez, incapaz de separarse de él lo suficiente para recuperar el resuello. Había subestimado su resistencia.

Oyó el grito desesperado de Annabelle y la conmoción entre el grupo de caballeros ingleses pero no pudo mirar para ver qué sucedía. Apenas lograba mantenerse en pie tras los golpes de su padre. Era fuerte y detener sus mandobles la estaba llevando al límite.

Comprendió que su padre había estado jugando con ella, nuevamente. Jamás había tenido ni una oportunidad contra él. Sus hermanos sí pero ella, nunca. Ahora lo vio claro. La mataría por desafiarlo y después acabaría con todos los demás. Con su actitud, sólo había logrado retrasar lo inevitable.

Su padre la golpeó una vez más, haciéndola trastabillar. Soltó una de las espadas para evitar caer pesadamente en el suelo. Retrocedió como pudo pero el hacha de su padre cayó sobre ella. La detuvo a duras penas con la única espada que le quedaba. Aquello la sentó definitivamente en el suelo.

Ocho años después, estaba de nuevo a su merced. Iba a morir, lo vio en sus ojos. Su vida acabaría en el mismo instante en que Fearghas Quigley hiciese descender su espada sobre ella.

No cerraré los ojos, pensó, no le mostraré mi miedo. Moriría dignamente, con el orgullo bailando en sus ojos. Lo miró fijamente, consciente del momento en que su mano comenzó a descender. Vio su amplia y cruel sonrisa y la diversión en sus ojos. Estaba disfrutando con el momento.

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