CAPÍTULO 3 (ERINN DOYLE)

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CAPÍTULO 3


ERINN DOYLE



© Howard estaba sentado en el sillón. Hacía varios minutos que había contenido el llanto y, debido a las lágrimas que había derramado, sus mejillas estaban humedecidas. Y como un bebedor empedernido, se llevó la botella a la boca para dar unos tragos más.

Ahora que Erinn no estaba con vida, había empezado a experimentar una terrible soledad entre las cuatro paredes; incluso sentía el corazón más vacío que antes. La única ventana que había en la habitación, estaba cerrada con una puertecilla de madera. Y tras aquellas paredes, apenas oía vagos ruidos de la noche: que no eran más que algunos grillos y ladridos esporádicos de perros callejeros.

Cerca de él, había un candelabro con tres velas encendidas que irradiaba luz de forma tenue en toda la habitación, pero cuyo resplandor llegaba a Howard con más intensidad e iluminaba su rostro sombrío por la pérdida.

Se levantó del viejo sofá y giró sus pies hacia la cama. Cuando estaba delante de su fallecida esposa, la observó una vez más con la botella de whisky en la mano. No le parecía que Erinn estuviese muerta, se veía como una persona viva que solo dormía plácidamente: libre de toda angustia y dolor.

Ante aquella triste escena, el hombre desdichado dijo en un tono tranquilo:

—No debiste enfermar y morir así, eso fue demasiado injusto.

Segundos después, apretó el puño de su mano izquierda y le sobrevino la ira que oprimió con fuerza lo más profundo de su ser. Y la luz de la lámpara había hecho brillar la humedad de sus lágrimas que tenía apiladas en los ojos.

—¿Por qué una mujer tan buena y generosa tenía que sufrir de esa manera tan cruel? ¿Por qué debió irse al lugar de los muertos? —se preguntó a sí mismo, completamente desconcertado.

Sin resistir más el desconsuelo, alzó la cabeza hacia el techo, imaginando ver en él, el inmenso y distante cielo oscuro, y amargamente, exclamó:

—¿Dónde estás Dios, para amparar a los que son dignos de vivir por más tiempo, al menos hasta las puertas de su vejez? ¿De verdad existes? ¿Por qué nos suceden estas cosas tan terribles?

Ante estas interrogantes sin respuesta, el dolor embargó aún más a Howard, que agachó la cabeza y apretó con fuerza los párpados para contener las lágrimas a punto de salir una vez más.

Al cabo de un momento él abrió los ojos y miró entre sus dedos la botella de licor. Impulsado de nuevo por la debilidad, levantó la cabeza y bebió a grandes tragos. Pero al dejar de beber, se acordó de su solemne promesa cuando vio el cuerpo inerte de quien en vida fue su mujer; en ese instante sintió repugnancia por la bebida, y la alejó como si del veneno de una serpiente se tratase, cuando lo aventó en una pila de ropa sucia que había en una esquina de la habitación.

—¡Maldito vicio! —se lamentó con coraje—. No pienso en otra cosa que en el licor que ha envenenado mi sangre, que me ha transformado en un ser despreciable. Soy un maldito, solo sirvo para hacer infelices a los demás. —Miró fijamente a la difunta—. Amor... cuánto lamento haberte hecho la vida tan pesada, haber sido una carga para ti, causándote más angustia y sufrimiento. Que estúpido fui, no supe valorarte.

Dichas aquellas palabras, se sentó al borde de la cama y tomó la mano inerte de la mujer y la acarició; aún la sintió cálida. Luego tocó el rostro de ella con delicadeza, de la forma más tierna, y le hizo a un lado un pequeño mechón de cabello para despejarla de su frente, acomodándolo de la manera como ella lo hacía cuando estaba con vida y radiante de salud.

DOMINICK HARPERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora