Capítulo 1: Punta del iceberg.

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David

Rogaba que el tiempo transcurriese más rápido, que esa espera tan desesperante y malditamente eterna acabara ya, deseaba que esa ansiedad dejara de carcomerme la cabeza y que la sensación de incomodidad al estar en un lugar completamente ajeno como aquella sala de espera desapareciera. Irremediablemente me veía obligado a llevar mis pensamientos hacia algún rumbo en concreto, precisamente al día que la conocí. Y entonces, comenzaba a enojarme conmigo mismo, por ser un idiota, por no haberme percatado antes. La primera impresión que tuve de ella en verdad me llamó la atención. Su actitud tan particular, tímida y a su vez nerviosa, tan encantadora que sus mejillas se volvieron carmesí apenas me vio a su lado, me hizo sonreír tontamente por dentro mientras la despedía. Su actitud me había dejado incrédulo de ser capaz de estar en presencia de tal muchacha, de alguien que aun mantuviera esos rastros de inocencia intactos.

Llevaba viviendo en el mismo sitio hacia más de dos meses y sin embargo, había estado siempre tan ocupado con los entrenamientos, salidas con Rebecca y Solomon, aparte de pasar tardes y noches completas jugando a la consola, que apenas podría decirse que había tenido la oportunidad de conocer la planta baja. No conocía a ninguno de mis vecinos, ni siquiera tenía la más remota idea que vivía una chica como ella en frente de mi departamento. En aquel momento, algo en mi interior comenzó a insistir que le preguntara si había olvidado las llaves ante sus expresiones de enfado frente a la puerta, y fue indescriptible el cambio de estado radical que tuvo al segundo siguiente de verme a su lado. Su cara palideció y se echó hacia atrás como si fuera una presa huyendo de su depredador, temiendo mi mera presencia y comenzando a dudar de mis buenas intenciones. Pacíficamente le ofrecí la ayuda de un cerrajero, procesando que esa situación estaba sucediendo en la vida real, que en realidad estaba conversando con esa una chica que desprendía ternura por cada poro de su piel y que los rayos del atardecer le iluminaban su rostro de manera angelical. Ni si quiera esperé a que me diera una respuesta, me moví inconscientemente hacia la puerta pero mi cuerpo inmediatamente se vio arrastrado hacia atrás, quedando preso mi brazo entre sus dedos, rogándome, suplicándome y exigiéndome con la mirada que no diera ni un paso más. Me explicó un tanto torpe que únicamente necesitaba que le abriera la puerta principal, que con ese solo gesto bastaría y bastante extrañado acepté. La subida por las escaleras había sido una tortura, había cierta incomodidad, ambos sumergidos ante el silencio de ser desconocidos, permitiéndome obtener la perfecta vista de sus pisadas en cada peldaño con nerviosismo, temblándole hasta las rodillas, como si le aterrara mi compañía y me resigné a mantenerme callado, deseando secretamente explicarle que no debía tenerme miedo.

Entonces, mis dudas fueron resueltas a medida que nos deteniamos. Vivíamos no sólo en el mismo edificio, sino que también en el mismo piso, y uno frente del otro. Creía que estaba alucinando, sentía que quizás nos habíamos cruzado antes y la había ignorado por completo, porque en ese entonces tenía ojos para Rebecca y nadie más, pero el ver como la llave de repuesto encajaba perfectamente en la cerradura me terminó de emocionar, excitar e incluso me alegró. Tenía las inmensas ganas de conocerla mejor, quizás, sólo tal vez, conversar un rato, descubrir qué clase de persona era. No obstante, la explosión de emociones encontradas resultó una mala jugada, más intensa de lo que sospeché, y apenas abrí la puerta de mi departamento la skateboard cayó estrepitosamente al suelo. Maldije a millones de dioses por dentro y tomando una gran bocanada de aire me convencí a mi mismo que esa primera impresión no afectaría futuros encuentros, volteándome tímidamente, esforzándome en aparentar que no estaba emocionado, mostrándome cortés como se suponía debía ser un vecino, para decirle:

—Me alegra que pudieras abrir la puerta.

Para ese momento, regresaba de un viaje al pasado hacia la actualidad, encontrándome a mí mismo entre paredes blancas, cuadros simétricamente colgados y esparcidos en todas direcciones, escuchando de fondo el teclado de la secretaría que atendía el mostrador como único acompañamiento al silencio. Hacía apenas unos minutos la había visto entrar por aquella puerta de madera oscura, tan nerviosa que sus pasos habían sido débiles, quebradizos y ni siquiera firmes para que no le temblaran las piernas al avanzar junto al doctor adentro de su consultorio. Yo también estaba nervioso por ella, deseaba que se recuperara, que nunca más tuviera que verla en ese estado deplorable, al borde entre la tierra y el infierno, o que pareciera una pequeña criatura asustadiza que no supiera hacia donde huir y prefiriese suicidarse antes de enfrentar el vivir con semejante pasado.

Solsticio de Invierno( final trilogía Solsticio de Verano)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora