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Los celestes ojos de Gioia Longhi se abrieron lentamente, enceguecidos por la luz solar que penetraba en las rosadas cortinas y lograba inundar la habitación. 

La rubicunda sintió como las punzadas en su cabeza la recibían y la incitaban a continuar durmiendo por el resto del día, pero sabía que no iba a ser así. Corrió las sábanas y se reincorporó en su lecho, quedándose sentada. 

"¡Diablos! Bebí demasiado ayer", pensó mientras acomodaba su cabello detrás de sus orejas. A la hora de bostezar, sintió como su aliento olía a alcohol e instantáneamente, frunció el entrecejo. Afortunadamente, su madre no se había dado cuenta de su tardía aparición en casa a la madrugada. Estaba a punto de bajar para desayunar cuando sintió una extraña opresión en su pecho, y al mirar hacia abajo recordó que vestía la ropa que aquella chica le había prestado; su mirada se corrió hacia el costado de su cama, y observó los zapatos y la ropa de fiesta que había vestido en la noche. Rodó los ojos, pensando que ahora se sumaba otro quehacer a su larga lista de quehaceres. Rápida y silenciosamente, se metió en su baño privado, se deshizo de las prendas que le quedaban pequeñas y entró en la ducha. 

El agua helada la recibió como un latigazo y sintió como lentamente quedaba liberada de los efectos de la embriaguez. Apoyada en los blancos azulejos que decoraban las paredes de su cuarto de baño, la muchacha se dejaba empapar rápidamente con los ojos cerrados. Comenzó a pensar qué había ocurrido exactamente la noche anterior. 

Se había vestido para ir a una fiesta en el río, sí. 

Había llegado caminando, sí. 

Había besado a un chico llamado Jared o Jeod, o alguno de ésos nombres que parecen ser de caballeros medievales. 

Luego había estado en toda la fiesta con él, había bebido con él y creía que luego había bailado con él, pero éso se veía muy borroso en su mente. 

En algún momento de la noche que Gioia no pudo recordar con claridad, se habían separado y ella había vuelto caminando nuevamente, sola y ebria, hasta su casa. 

Allí fue cuando se encontró a su molesta vecina. Bueno, molesta no porque había sido muy servicial; pero realmente era bastante fácil irritarla. 

Se duchó y cambió y luego volvió a su casa sin que su madre se enterase.

Y allí estaba. Duchándose nuevamente para recordar todo. 

Pensó momentáneamente en que debía devolverle su ropa a esa muchacha de la cuál ni siquiera sabía el nombre. 

"¿Cómo se llamará? 

Tenía cara de llamarse Sterling, pero a la vez un nombre menos lujoso. 

Un nombre elegante, pero no tan de rico. 

Charlotte, Chloe... ¡Seguramente se llama Chloe!"

Orgullosa de sí misma, creyendo que había adivinado el nombre de su vecina; salió de la ducha y se cambió rápidamente: iría a devolverle a Chloe su ropa. 

Dejó las prendas ajenas arriba de su cama, se colocó sus redondas gafas de sol para esconder sus cansinos ojos, los cuales estaban coloreados de un celeste tan puro que lograba molestar a Gioia. Salió de su casa rápidamente y con prisa, para que su madre no la vea en el estado adormilado en el que estaba, y también para que no la obligase a desayunar. Cerró la puerta en silencio y cruzó, a paso rápido, la calle que separaba su casa de la de su vecina. Tocó la puerta una, dos, tres veces, y luego de unos minutos, se abrió. 

Ante ella estaba una niña que aparentaba tener no más de seis años. Un cabello rubio y unos ojos inexpresivos adornaban la cara de la niña, la cuál se parecía a la hermana. O al menos eso pensó la pelirroja. 

Gioia&Astrid.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora