Todo tiene un comienzo

21 0 0
                                    

  Mi barrio, donde yo crecí, es ese típico lugar en el que todos son amigos. No puedes salir del portón y no encontrar a una persona que te salude.

–¡Buenos días, señora Lucia!

–¡Buenos días, don Joaquín!

–¿Cómo ha estado?

–Muy bien, gracias a Dios. ¿Y usted?

–Ahí el colon me está molestando un poco.

–¿No fue donde el doctor Jiménez?

–Sí, me mando a exámenes. Pero allá en el hospital hay que hacer cola hasta para eso.

–Ya veo... no se preocupe. Por el momento tendrá que vigilar lo que come.

Conversaciones así eran las que se escuchaban de vez en cuando. No había persona que no conociera las últimas noticias: que el hijo de doña Teresa se va a casar, que don Augusto regresó a su casa después de haber estado en el hospital... Bueno, diferentes chismes. Es casi como si uno no pudiera tener secretos porque hasta las paredes tienen oídos.

Fue por esa razón que me enteré de la llegada de Tiago y Eli al vecindario. Mi abuela, la amable señora Cecilia, era la que más información tenía de todos. Si hubiese trabajado para la FBI, más del 90% de los secretos del mundo ya no lo serían.

–Los Rodríguez vendieron la casa –le dijo a mi mamá mientras lavaban la losa de la cena.

–¿Por fin?

–Sí. Dicen que les llegó un señor para ver la casa y casi de inmediato les sacó el dinero para firmar el contrato.

–Qué bueno –sonrió Laura, mi madre–. Desde hace tiempo lo estaban esperando.

–Así es. Ya los nuevos vecinos se van a mudar dentro de una semana.

El día de su llegada, yo estaba jugando al paredón contra la pared de la casa que ya tenía muchas manchas de todos los golpes dados por el enlodado balón. El gran camión de mudanza llegó haciendo ruido con su motor. Las cosas que estaban dentro parecían estar haciendo fiesta porque también se escuchaba su movimiento. El conductor hizo sonar el claxon apenas se estacionó frente a la casa. Yo tendría alrededor de unos diez años en ese entonces así que todo me daba curiosidad. Como para que no fuera tan obvia mi acción de espiar, chute el balón con fuerza, golpeó el muro y salió disparado hacía la calle. Corrí rapidísimo para cogerlo y detenerme justo en la acera.

Cuatro hombres habían salido de quién sabe dónde y bajaban los muebles. Llevaban un sofá, una mecedora, una mesa de centro, una caja, otra caja. "¿Qué no tienen juguetes?" Pensé. A menos de que dentro de esas cosas de cartón hubiera una súper pista de carreras, los vecinos debían ser muy aburridos.

Bajaron tablones grandes de madera y también un colchón. En total fueron tres. Todos grandes. Aunque uno lo era más que los otros dos. Más cosas aburridas iban siendo sacadas del fondo del camión y metidas por la puerta principal. Así, ya no tenía más interés. Me di media vuelta, dispuesto a volver a mi juego.

–¡¡AHHHHH!!

Me puse derecho y un escalofrío me recorrió la espalda. Nunca antes había escuchado un gritó tan agudo. Guiado de nuevo por la curiosidad vi que un auto azul clásico acababa de aparcarse atrás del camión. La puerta trasera se abrió y una niña salió corriendo, lanzando al aire ese grito. Corría como loca alrededor de la casa, saltaba también. Parecía que había comido mucho chocolate. Tras ella, un chico se bajó, pero no parecía igual de emocionado.

"Qué raros"

Pero la cosa fue más sorprendente cuando el lunes siguiente, ambos chicos llegaron a mi salón de clase.

–¡Hola a todos! Soy Eliana, pueden decirme Eli. Me mude aquí cerca hace poco. Tengo nueve años y estoy muy contenta.

Yo la miré extrañado. Era una chica realmente alegre. Tenía el cabello castaño sujetado en dos colitas perfectamente niveladas. Sus ojos eran... ¿amarillos? No, seguro era el sol. El brillo los cambiaba de color. A lo mejor son de un color avellana. Su piel era sonrosada y sus mejillas estaban regordetas gracias a su amplia sonrisa. Lo que me hizo mirarla de ese modo extraño es que ella era gorda. No obesa como esas personas que parecen una bola, sino con un poco de relleno. Bajo la camisa fucsia con el dibujo de Tinker Bell que llevaba puesta, se veían dos gorditos. No era exactamente el tipo de chica que me gustara.

–Yo soy Tiago. No, no Santiago, solo Tiago... –el niño a su lado habló. Se detuvo y se aclaró la garganta–. Tengo nueve años. Me mude recién.

También tenía el cabello castaño y esos ojos cambia-color iguales a los de ella. La diferencia era que él era alto, tal vez unos cinco centímetros más que Eli. Parecía un palo con su delgadez. Me pregunte si comía apropiadamente.

Fue después que me enteré que ellos compartían apellido. Son gemelos. Tiago es mayor por cinco minutos. Su cumpleaños es el 1 de abril. A ambos les gusta el chocolate. Eli ama los deportes, Tiago los libros. Son cosas de las que me fui enterando de ellos con el paso de los días. Ese día que llegaron la maestra los asigno a las mesas que quedaban cerca a la mía. Nos tenían en grupitos así que ellos comenzaron a formar parte del mío.

En los recreos, como si fuera una costumbre de toda la vida, nos sentamos los tres a compartir la merienda. Con la fluidez de la lengua infante les pregunté de dónde venían y por qué se mudaban.

–Ya vivíamos acá, solo que en un edificio grande en el centro. Mi mamá se fue y mi papi compró la casa –me contó Eli mientras le daba una mordida a su sándwich de Subway. Parecía muy tranquila, como si a miles de personas ya le hubiera contado su tragedia familiar y estuviese acostumbrada.

Parecía tranquila con eso, pero no por eso los presioné por más información.

Desde ese momento nos hicimos inseparables. Los mejores amigos. Y eso fue lo que hizo más difícil todo después de unos años.

Ella Siempre Fue LindaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora