capitulo 13

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Era casi medianoche cuando Serena se dejó caer agotada en la estrecha cama de su antiguo dormitorio. Llevaba puesta la misma rebeca de punto que había usado en México, sólo que ahora no la llevaba por los hombros, sino bien abrochada.

Miró los viejos pósteres de las estrellas de rock que había pegado de adolescente en las paredes empapeladas con motivos florales ya desvaídos por el paso del tiempo. Su querido osito de peluche parecía mirar atentamente las estanterías donde se acumulaba un buen número de los trofeos que había ganado en el instituto.

Oyó las voces de su familia hablando en la planta baja y el crujido de sus pisadas por la tarima. Le llegó incluso el olor de la sopa de almejas que estaba preparando su madre en la cocina.

Estaba en casa. Todo estaba igual que antes. Pero sin embargo, mirando a Darien que estaba de pie junto a la ventana, comprendió que no era verdad. Todo había cambiado.

En el avión, se habían puesto ropa más adecuada para el clima frío y lluvioso del norte de California. El pelinegro, que llevaba ahora unos pantalones negros, una camisa blanca y un chaquetón negro de lana, miró a las luces que parpadeaban a lo lejos.

- ¿Es aquélla la vieja fábrica de tu familia?

Serena había pasado muchas horas sentada en esa ventana, leyendo libros y mirando con ensoñación las olas rompiendo en el acantilado. Se conocía de memoria cada una de las vistas de aquella casa victoriana.

-Sí.

Unas luces débiles iluminaban aún lo que quedaba del esqueleto de la vieja fábrica de su abuelo, donde había empleado a más de la mitad de los habitantes de aquel pueblo haciendo caramelos en los años cincuenta y sesenta. Pero Serena no quería hablar de la fábrica. No quería que Darien le dijera otra vez que era un caso perdido y que lo mejor era que se marchase de allí.

En lugar de eso, quiso darle las gracias porque su abuela se hubiera salvado y se estuviera recuperando.

Se sentó en la cama y miró a Darien.

-Gracias.

- ¿Por qué? -dijo él volviéndose hacia ella.

- ¿Cómo puedes preguntarme eso, después de todo lo que has hecho por mi abuela?

-Yo no hice nada -replicó él, encogiéndose de hombros-. De hecho, tu abuela no sabía bien si abrazarme o darme una bofetada -añadió con su sonrisa irónica.

Darien la había hecho ir al hospital local en el que estaba su abuela al cardiólogo más famoso de San Francisco. El médico, después de las pruebas realizadas, había diagnosticado que lo de la abuela de Serena no había sido un infarto, sino una alteración cardiaca sin mayores consecuencias. No tenían de qué preocuparse. Lo único que Luna Tsukino tenía que hacer era controlar su alimentación y hacer un poco de ejercicio.

La buena mujer sostenía, sin embargo, que ella no necesitaba hacer dietas ni ejercicios, que todo había sido por el sofocón que se había llevado al conocer lo del secuestro de su nieta.

No era de extrañar. Al parecer, Diamante le había contado a su familia que ella se había fugado después de la boda sin preocuparse por nadie. Ésa había sido toda su explicación.

Ella lo maldijo para sí. Lejos de admitir su culpa, la había dejado en la difícil situación de tener que explicar a su abuela por qué ella, una mujer supuestamente casada, había desaparecido del hogar conyugal.

Dio gracias al cielo de que Darien hubiera estado allí apoyándola. Cuando había tratado de explicar a su familia lo que había pasado, se había echado a llorar y él, entonces, les había explicado a todos con mucha serenidad que Diamante les había mentido, que ya estaba casado y que su boda con Serena había sido sólo una farsa. Él la había secuestrado para obligar al albino a confesar la verdad. Se había enfrentado en silencio y con valor a la indignación de su familia y les había pedido perdón por los errores que había cometido.

Lo único que no les había dicho era que Serena y él habían sido amantes.

La chica miró al azabache apoyado en la ventana. El hombre poderoso que había sido tan bueno con su familia. El hombre que había movido cielo y tierra para llevarla a casa en un tiempo récord. El hombre despiadado que ella sabía que tenía un gran corazón, aunque tratase de ocultarlo. El hombre al que ella amaba.

- ¿Por qué me has traído a casa? -Le preguntó ella poniéndose de pie-. El sheriff local es amigo de la familia. Vive en esta misma calle. ¿Por qué te has arriesgado a traerme aquí?

-Porque tu familia lo es todo para ti -respondió él con una sonrisa, mirando al suelo.

En ese momento, desde abajo llegó hasta ellos un griterío de niños. Los sobrinos de Serena se perseguían unos a otros disputándose un juguete. Al poco se oyó un golpe y luego la voz airada de su padre regañándoles. Darien se rió por lo bajo.

-Nunca me imaginé que una familia fuera así realmente.

- ¿Y cómo fue entonces tu infancia? ¿Fue muy diferente?

-Tuve una infancia desgraciada. Mi madre era una criada de San Francisco que se quedó embarazada de su jefe.

- ¿Eres de San Francisco?

-Sí, viví allí hasta los cinco años, cuando mi madre, harta de cuidarme, fue a ver a su antiguo jefe y le amenazó con contárselo todo a su esposa, una mujer muy rica y de salud delicada. Mi padre le dio una buena suma de dinero para deshacerse de ella y a mí me envió a vivir con mis abuelos a Grecia.

- ¡A los cinco años! ¡Cuánto debió sufrir tu madre! -exclamó ella apenada.

-No, ella tomó el dinero y se fue a Miami a darse la gran vida. Nunca quiso volver a saber nada de mí -dijo él pasando la mano suavemente por las viejas cortinas de lino-. Mis abuelos no hablaban inglés y se avergonzaban de su nieto bastardo. Pero mi padre -dijo casi escupiendo la palabra- enviaba periódicamente algún dinero y ésa era una fuente de ingresos que ellos no podían rechazar.

Serena lo miró fijamente. Vio el dolor de muchos años acumulado en su corazón. Pensó en el niño de cinco años, abandonado por su madre, rechazado por su padre y enviado a una tierra lejana y desconocida para recibir el desprecio de sus abuelos.

-Yo soñaba con tener una casa como ésta y una familia como ésta -continuó él recorriendo con la vista el dormitorio-. Cuando mis abuelos se pasaban días enteros sin hablarme, yo soñaba con volver algún día a América y encontrar a mis verdaderos padres.

-Y al final lo conseguiste, ¿verdad?

-Sí, para entonces yo ya tenía una posición sólida en la vida. Encontré a mi padre y me dediqué a hundir su negocio.

- ¿Arruinaste a tu propio padre? -preguntó ella.

-Sí y disfruté haciéndolo -replicó él con un brillo especial en los ojos-. Murió de un infarto poco después.

-Oh!, Darien...

-Nunca revelé a nadie que yo era su hijo. Siempre le guardé el secreto que tanto le avergonzaba. Luego me fui a buscar a mi madre. La encontré en Florida, con el hígado destrozado por el alcohol y viviendo como una indigente, tras haber sido abandonada por su último amante.

- ¿Y qué hiciste?

-Le llevé una botella de vodka con un bonito lazo rojo -respondió él con una amarga sonrisa-. Se puso muy contenta al verla. Pensé abandonarla, como ella había hecho conmigo, pero al final traté de rehabilitarla. Le compré un apartamento nuevo y le pagué todos los gastos hasta que murió.

-Te preocupaste por ella -dijo Serena en voz baja, visiblemente emocionada.

-Fue un momento de debilidad -replicó él, encogiéndose de hombros.

Serena, con un nudo en la garganta por la emoción, se acercó a él por detrás y le abrazó, apoyando la mejilla en su espalda.

-Lo siento.

-Ahora que ya sabes quién soy, comprenderás la locura qué harías amándome.

Pero ella ya le amaba. Sí, le amaba. Y, de hecho, se disponía a decírselo cuando de repente se abrió la puerta del dormitorio y apareció su madre con su delantal estampado. Ikuko Tsukino echó un vistazo a la pareja y se llevó las manos a las caderas.

-Bueno, vamos a ver cómo nos las arreglamos... Usted, señor Chiba...

-Darien, por favor -le corrigió él con una sonrisa.

-Darien, tú dormirás esta noche en el cuarto de andrew, al fondo del pasillo. Te lo enseñaré -dijo ella muy solícita, y añadió antes de salir mirándoles a los dos muy seria-: Y no quiero nada de diversiones ni jueguecitos esta noche. ¿Entendido?

-No se preocupe, señora -contestó Darien-. Procura dormir, Serena -añadió dirigiéndose a ella-. Saldremos para Las Vegas mañana temprano.

Cuando Darien salió de la habitación con Ikuko, la rubia se derrumbó en la cama. A la mañana siguiente acabaría todo. Darien cerraría el trato con Diamante y nunca más volverían a verse.

Se quedó, como hipnotizada, mirando la puerta por donde él había salido mientras se ponía su viejo pijama de franela para dormir. Era curioso. A pesar de las experiencias tan negativas que había tenido de niño, había encajado en su familia mucho mejor que Diamante. El albino nunca habría aceptado quedarse a dormir en la habitación de su hermano. Habría insistido en pasar la noche en algún hotel de lujo de la playa a más de treinta kilómetros de allí.

- ¿Serena? -dijo su madre abriendo la puerta.

- ¿Qué pasa, mamá?

-Sólo he venido a traerte esto -respondió su madre sentándose en la cama con una taza de té de menta en la mano-. Estoy muy contenta de que hayas vuelto. Estábamos todos tan preocupados...

-Gracias -dijo la chica, tomando un sorbo de la infusión caliente-. ¿Y Darien? ¿Se ha acostado ya?

La señora resopló, y luego sacudió la cabeza con ironía.

- ¡Y pensar que sólo hace unos días estábamos todos en Suecia, viendo cómo te casabas con otro hombre! -exclamó moviendo la cabeza arriba y abajo.

-Sí -dijo la rubia sonrojada-. Es curioso, ¿verdad?

-Supongo que ahora puedo decirte sin molestarte que nunca me llegó a gustar ese Diamante.

- ¿De veras? -exclamó Serena sorprendida-. Nunca me lo dijiste.

-Bueno, yo no era quién para decirte con quién debías casarte o no, pero siempre deseé que trajeras a esta casa a un hombre que fuera una persona normal, como nosotros. Un hombre como el que está durmiendo ahora ahí al lado, en la habitación de Andrew.

A Serena casi se le atragantó el té al oír a su madre describiendo a Darien Chiba, el millonario griego, como un hombre normal.

-Bueno, lo más importante de todo es que, gracias a Dios, la abuela ya está mejor y tú estás otra vez en casa -dijo la madre levantándose de la cama-. Sólo quiero recordarte lo que ya os he dicho antes -añadió ya en la puerta con los brazos en jarras-. Nada de jueguecitos en esta casa.

-Está bien, mamá -contestó la chica.

Pero comprendió en seguida por qué su madre se había tomando la molestia de repetirle su advertencia cuando al dirigirse por el pasillo al cuarto de baño para lavarse los dientes pasó de puntillas junto al cuarto donde dormía Darien.

Ella lo amaba. ¿Por qué no se lo había dicho cuando había tenido la ocasión? ¿Por qué no tenía el valor de decírselo ahora?

Después de lavarse la cara y cepillarse los dientes, se detuvo de nuevo en su puerta. Estaba cerrada. Tras dudar unos segundos llamó suavemente con los nudillos. Pero no hubo respuesta.

Debía estar ya dormido. Suspiró profundamente, con una mezcla de nervios y decepción.

Mañana, se prometió a sí misma. Mañana, antes de llegar a Las Vegas, le diría que lo amaba. Mañana, antes de que él ultimase su trato con Hotaru. Sería su última oportunidad.

Aún tenía la esperanza. Había habido muchos milagros en su vida. Tener una buena familia, un hogar, una abuela cariñosa, que se estaba restableciendo después del susto que les había dado...

Quizá sería mucho pedir tener además el amor del azabache.

Darien oyó un suave toque en su puerta.

«Serena», pensó él. No podía ser nadie más. Había ido a verle a pesar de la advertencia de su madre. Se bajó de la cama y se dirigió a la puerta.

Se detuvo antes de abrir. Sabía lo que pasaría si la dejaba entrar. Lo sabía muy bien. Haría el amor con ella. Allí, en aquella casa donde se respiraba tanto amor por todos los rincones. Pero él sabía que esa sensación tan agradable que le embargaba no era sólo por la casa y por esa familia tan unida que vivía en ella. Era por Sakura.

Ella lo amaba. No se lo había dicho con palabras. Pero él no lo necesitaba. Lo había leído en su cara. En esa cara suya, tan hermosa, en esos ojos tan maravillosos que eran incapaces de mentir y que eran para él como un libro abierto. A pesar de todo lo que le había hecho, ella lo amaba. Parecía imposible creerlo. Era un milagro.

Apretó los puños. Oyó su respiración al otro lado de la puerta. Ella estaba allí a unos centímetros de él, esperando a que la abriera y a que la dejase entrar para abrazarle. Era una verdadera agonía, una angustia que le reconcomía por dentro. Ella estaba allí esperándole, y él se quedó quieto sin hacer nada. Escuchó al fin sus pasos alejándose en dirección a su dormitorio.

Él cerró los ojos y se recostó contra la puerta. La deseaba más que nunca.

Pero era algo más que eso. Lo que sentía por ella era mucho más que deseo. Más que admiración. Más incluso que respeto. Era la mujer más adorable que había conocido nunca. Honesta. Dulce. Cariñosa. Valiente. Era el tipo de mujer que podía hacer de cualquier hombre, incluso de él, una persona decente, sólo por el hecho de estar a su lado.

La amaba. Estaba enamorado de ella.

Él, un hombre que no tenía nada en este mundo, salvo dinero y poder, nada de auténtico valor, se había enamorado de una mujer adorable y maravillosa que tenía la virtud de hacer que todo pareciese noble y bueno.

No era digno de ella, pero sentía la necesidad de tenerla en sus brazos, de decirle que la amaba, de hacerla su esposa y de adorarla toda la vida. Con esos sentimientos a flor de piel, agarró el pomo de la puerta.

Pero se detuvo al instante sin llegar a girarlo. La amaba. Pero había hecho un trato. Un trato que salvaría la vida de una joven de diecinueve años. Había hecho una promesa y no tenía elección.

Pero Serena sí.

Se dirigió a la ventana, la abrió y respiró el aire fresco de la noche. Por una vez en su vida, estaba dispuesto a renunciar a un deseo. Se quedó pensativo mirando el mar. Desde el instante en que se habían conocido, ella era quien había tenido de verdad el control de la relación. Él la había secuestrado, ella había sido su prisionera, pero ella era la que había llevado la iniciativa, aunque ninguno de los dos se hubiera dado cuenta de ello. Mañana, sería ella la que decidiría su destino.

Tomó el teléfono móvil e hizo dos llamadas. La primera a su abogado de San Francisco y la segunda a un número odioso que se sabía de memoria.

-Diamante. Estoy listo para el trato.

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