Capítulo quinto

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La brigada se dispuso a la operación Centauro como destacamento separado del IV Ejército de Caballería. Recibimos apoyo en forma de tres compañías de caballería ligera, de Verden, que repartí en el Grupo de Ataque Vreemde. El resto de la brigada, como en la campaña de Aedim, lo dividí en los Grupos de Ataque Sievers y Morteisen, cada uno compuesto de cuatro escuadrones.

Salimos del punto de concentración en Drieschot la noche del cuatro al cinco de agosto. La orden para, el grupo era la siguiente: alcanzar la frontera de Vidort-Carcano-Armeria, capturar el paso del Ina, destruyendo al enemigo que se encontrara, pero evitar los principales puntos de resistencia. Iniciando incendios, sobre todo de noche, iluminar el camino para las divisiones del IV Ejército, sembrar él pánico entre la población civil y conseguir que todas las arterias de comunicación en la retaguardia del enemigo se bloqueen, con los huidos. Fingiendo estar rodeándolos, empujar a los destacamentos enemigos en retirada hacia trompas verdaderas. Eliminando grupos escogidos de población civil y prisioneros, despertar el miedo, profundizar el pánico y quebrar la moral del enemigo. Las tareas aquí descritas fueron ejecutadas por la brigada con excelente dedicación digna del mejor militar.

Elan Trahe, Por el emperador y la patria. La gloriosa ruta de guerra de la VII brigada daerlana de caballería.

Milva no consiguió alcanzar ni salvar los caballos. Fue testigo de su robo, pero un testigo que no podía hacer nada. Primero la arrastró la enloquecida turba llena de pánico, luego le cortaron el camino unos carros, luego se sumergió en un lanoso y ruidoso rebaño de ovejas, que tuvo que atravesar como si fuera una pila de nieve. Por fin, ya junto al Jotla, solamente un salto hacia la pantanosa orilla llena de juncos la salvó de las espadas de los nilfgaardianos, quienes rajaban sin piedad a los fugitivos acumulados junto al río, sin dar perdón ni a mujeres ni a niños. Milva se arrojó al agua y cruzó a la otra orilla, a medias arrastrándose y a medias nadando de bruces entre los cadáveres arrastrados por la corriente.

Y continuó la persecución. Recordaba en qué dirección habían desaparecido los campesinos que habían robado a Sardinilla, Pegaso, el caballo castaño y su prieto. Y en el carcaj junto a la montura del prieto iba su precioso arco. Qué le vamos a hacer, pensó, mientras le chapoteaba el agua que llevaba en las botas al correr, los otros van a tener que arreglárselas solos de momento. ¡Yo, maldita sea, tengo que recuperar mi arco y mi caballo!

Primero recuperó a Pegaso. El castrado del poeta menospreció la alpargata de cáñamo que golpeaba su costado, se burló de los gritos que daba el ilegal jinete para azuzarle y ni se le ocurrió galopar, corría por entre los abedules, adormecido, perezoso y lento. El mozuelo se quedó bastante atrás en relación con los otros cuatreros. Cuando vio y escuchó a sus espaldas a Milva, se bajó de un brinco sin pensárselo y dio un salto entre los arbustos, mientras se sujetaba los calzones con las dos manos. Milva no lo persiguió, la ansiedad por el arco pudo con el fuerte deseo de matar. Saltó sobre la silla, a la carrera, con fuerza, hasta resonaron las cuerdas del laúd que estaba atado a las alforjas. Como conocía al caballo, consiguió obligarlo a pasar al galope. O más bien al paso rápido que Pegaso consideraba como galope.

Pero incluso aquel pseudogalope bastó, puesto que a los cuatreros que se habían dado a la fuga los frenaba otro caballo poco habitual. Se trataba de la resabiada Sardinilla, una yegua baya que el brujo había prometido más de una vez cambiar por otra montura, aunque fuera un asno, una mula o incluso una cabra, harto como estaba de sus enfurruñamientos. Milva alcanzó a los ladrones en el momento en el que, nerviosa por la falsa forma en que tiraban de las riendas, Sardinilla había derribado a su jinete en el suelo. Los otros, bajando de sus sillas, intentaban sujetar a la yegua que, desbocada, daba coces. Estaban tan ocupados que sólo advirtieron a Milva cuando cayó sobre ellos montando a Pegaso y le dio una patada a uno en la cara y le rompió la nariz. Cuando cayó, gritando y pidiendo ayuda divina, lo reconoció. Era el Zuecos. Un muchacho que a todas luces no tenía suerte con la gente. Y sobre todo con Milva.

V Bautismo de fuego  Geralt de RiviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora