I - Miedo

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“Mis sueños son devorados por la oscuridad, aquellos que no entiendan el miedo serán removidos de la faz de la tierra… La libertad llegará justo en el momento en que cada ser humano se libre de los temores de ser distintos a las masas y llegar a tener un criterio propio.

-Diario de Pedro Vermúdez, fecha desconocida.

Cada quien tiene un tipo de pensamiento, una fe, algo de lo que se sostiene cuando las cosa van mal, cuando desaparecen la opciones y el enorme muro de la realidad amenaza con desmoronarse sobre nuestras sienes… en ese instante cuando lo humanamente está hecho y no da resultados positivos, aparece lo divino… aquella oración que nos enseñó la abuela o las palabras de fe que un sacerdote, rabino u pastor nos regalaron cuando la desesperación nos fornicaba con deseos de suicidio.

El llanto sucumbía a unísono de las grandes gotas de agua que el cielo dejaba morir sobre los techos agujerados y oxidados del barrio de San Cayetano. Apenas se podía oír los pasos presurosos entre los gritos de miedo que aglutinaban  los oídos de Pedro. Esta vez no quería ver, se apegaba a la idea de creer que como tantas veces pasarían de largo hasta su guarida y lo dejarían en paz. No había razón para que esta vez fuese distinto.

Un reloj viejo y ruidoso adornaba la pared de zinc, ropa húmeda y tendida por doquier terminan de decorar la pequeña residencia, en la esquina se hallaba Pedro, absorto en sus oraciones intentaba no pensar y tener fe de que un ángel de la guarda lo acurrucaba con sus hermosas alas blancas y luminosas, por momentos sentía un alivio enorme al verse rodeado por las manos de ese ser celestial. Pero solo era su imaginación, en cambio la realidad lo golpeaba con puños fríos y devastadores intentando hacerlo reaccionar, los gritos y las pisadas se acercaban al callejón de atrás. El piso de tierra absorbía la lluvia y el llanto. Pedro quería creer que Dios lo protegía y el rosario que mantenía en su mano derecha era un amuleto. Ese mismo que le heredará su abuelo fallecido y de un color dorado intenso, ese que nunca aprendió a usar. Él solo recordaba que se repetían muchos Ave María y Padre Nuestros intercalados, seguido por algún tipo de lectura o conjuro que las señoras “piadosas” conocían de memoria pero que recitaban tan rápido que era imposible entender, intentaba infructuosamente recordarlo.

Algunas veces el infierno baja a nuestro mundo y se lleva almas a su reino. Ese veintiocho de abril los demonios se ensañaron contra Pedro y su fe, se hicieron cargo de destruir su infancia y aquello que más añoraba, le abrieron los ojos a un mundo tangible y cruel, le enseñaron que aquel que se lanza al vacío sin alas inevitablemente morirá en un “suicidio espiritual”.

El reloj se detuvo, se le acabó la pila, su tic-tac murió junto al hombre que minutos antes se revolcaba en el fango producto de la lluvia que ya desaparecía dejando como legado una humedad insoportable.

-Busquen dentro de eso- tan rápido como las palabras fueron dichas el acto fue consumado y de una patada tumbaron el pedazo de madera que hacía las veces de puerta.

Un pequeño de seis años se encogía a más no poder, intentando desaparecer del espacio y tiempo.  Casi esquelético y de aspecto lastimero, pupilas ennegrecidas por las pesadillas nocturnas, piel pálida tanto que podían verse las venas moradas en sus brazos desnudos. Su cabello largo y desmarañado parecía más de una niña que de un varón. Un aura de temor lo rodeaba y no llamaría mayor atención a no ser por el objeto que su mano derecha apretaba.

-¡Tú chiquillo!- Pedro abrió sus ojos y quiso que fuera otra pesadilla más… pero no lo fue - ¡Dame eso que tienes en la mano!… ¡que me lo des!- él pánico entró por sus poros y se volvió uno con él, dejó de llorar y abrió los ojos a más no poder, intentó gritar pero su lengua se amarró a su paladar y su garganta no permitió que escapara el menor gemido. Fue tomado por la camiseta amarilla que vestía y alado a las afueras de la casa de metal, todos los vecinos circundantes habían escapado ya. Un cuerpo inerte dejaba escurrir un líquido rojo que se mezclaba con los charcos marrones. Era Joaquín, el primo de uno de sus mejores amigos, apenas lo había visto la tarde anterior, con un cigarro en la boca y alardeando de haber cometido un “tumbe” de drogas que le traería buenos dividendos. Lo recuerda muy bien porque en su afán de dejar por sentado entre sus amigos que lo que decía era cierto, llamó a los dos chiquillos que jugaban al futbol (Humberto, el primo de Joaquín, y a Pedro) y les entregó un billete de a veinte, Pedro quedó extasiado y decidió correr a su hogar y contárselo a su madre, pero como de costumbre estaba fuera de casa, trabajando. Se sintió triste de no poder hacer partícipe de su alegría a la única persona que compartía sus penurias. Esa noche su madre no llegó, una vecina le llevó cena y el recado de que su progenitora regresaría hasta horas de la tarde del siguiente día, también le ofreció posada para que no durmiera solo, a lo que él niño rechazó cortésmente, no sería la primera vez que se acostara acompañado únicamente de las luces de algunas estrellas que insolentes se colaban entre los agujeros del techo.

Señor ReligiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora