Prólogo: La maldición

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Había una vez, en un lugar muy, muy lejano, un imponente castillo que se alzaba en lo alto de una montaña. El castillo más bello y lujoso que nadie haya visto antes y rodeado de los jardines más impresionantes de toda la región. Más de 300 sirvientes se encargaban de dar vida al castillo, el cual siempre lucía hermoso. Los bailes más fastuosos se realizaban allí, y socialmente era el punto donde todos los jóvenes mozos y doncellas querían ser invitados. Ir a una fiesta en ese castillo significaba estar rodeado de los personajes más influyentes del reino.

Los dueños de este increíble castillo habían muerto en un trágico accidente al momento en que regresaban de una viaje, dejando huérfano al único heredero de esta riqueza, Adam.

El niño, que pronto se convirtió en un hermoso joven, había crecido mimado por sus sirvientes, los cuales cumplían todos sus caprichos. Era egoísta, déspota y trataba mal a todos los que lo rodeaban, especialmente a aquellos fieles sirvientes que tanta adoración le tenían. Todo esto coronado por una gran vanidad.

Adam se veía a sí mismo como el ser más hermoso del mundo, a tal punto de mirarse horas en el espejo, admirando su perfecto cabello rubio, que caía como cascada sobre sus trabajados hombros. Su piel era ligeramente bronceada y su cuerpo parecía esculpido, gracias a las incansables horas de esgrima. Pero lo que más le gustaban eran sus ojos. Uno celeste como el cielo más claro, y el otro verde clarísimo. Por ello el castillo tenía innumerables espejos, para verse hermoso en cada uno de ellos.

A sus 16 años, todos los que lo miraban no podían dejar de admirar su belleza y su imponente presencia. Era el joven más codiciado del reino, y sin embargo, para él no había ni doncella ni doncel que lo mereciera. Si a uno no le faltaba belleza, entonces le faltaba inteligencia, no había nadie tan perfecto como para estar con él. Y eso alimentaba su ego cada día más.

Una noche el castillo se encontraba casi en solitario, ya que todos estaban celebrando una festividad en el pueblo. Adam no había querido salir para no encontrarse con los plebeyos, así que mientras su mayordomo, su cocinera y el hijo de esta descansaban en palacio, el joven de ojos bicolor caminaba por su castillo regodeándose de su riqueza.

Miraba cada cuadro, cada cristal y diamante, y se sentía merecedor de tanto lujo. Su fiel perro Aras, un hermoso ejemplar de Golden Retriever lo acompañaba. "Un perro digno de su amo" pensaba el joven. Aras había sido un regalo de parte de un reino cercano. Le habían dicho que había sido el único cachorro vivo de la camada de los perros del rey, pertenecientes a un linaje puro dese hacía varios siglos. La pureza se podía notar al ver una de las patitas delanteras de color blanco, la cual era una marca de nacimiento dentro de ese linaje de perros.

De hecho, el regalo se había dado para tratar de juntar al joven Adam con la hija de ese rey, sin embargo, Adam la consideraba fea y tonta.

Y en medio de estos pensamiento, el joven Adam se dio cuenta que su querido perro no estaba a su lado. Giró y lo vio quieto y atento a algún sonido que solo él escuchaba. Y en rápido movimiento Aras salió corriendo hacia la puerta principal del castillo.

- Aras! Ven aquí! - gritó el joven yendo tras su perro - Maldito perro curioso.

Adam pensó que lo más seguro era que había visto una rata o un gato. Tendría que hablar seriamente con la servidumbre para evitar que esa clase de animalejos entrara a su castillo.

Corrió hacia la puerta principal, viendo a Aras ladrar con fuerza hacia la puerta. Adam se acercó lentamente y unos suaves golpes sobre la fuerte madera de la puerta lo sobresaltaron.

Toc, toc, toc.

- Frederic! - llamó a su mayordomo. Ni loco el se dignaría a abrir la puerta. - Frederic! - gritó con fuerza. Pero el mayordomo no aparecía. - ¿Quién es? - preguntó esta vez.

Disney Yaoi: La bella y la bestiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora