II

382 5 2
                                    

Esa era la existencia del cerrajero Mijail Vlassov, un hombre sombrío, de maléfica sonrisa, cubierto de vello, de pequeños ojos desconfiados bajo cejas muy espesas. Era el Hércules del barrio y el mejor cerrajero de la fabrica: era muy grosero con sus jefes, por eso ganaba poco; todos los domingos dejaba a alguno inconsciente; todos lo aborrecían y le tenían miedo. Sin éxito, habían intentado golpearlo. Vlassov, al ver que iban a atacarlo, agarraba un trozo de hierro, una piedra, una plancha, y en silencio aguardaba al enemigo, plantándose sobre sus piernas abiertas. Su cara, cubierta por una barba oscura desde los ojos hasta la garganta, y sus manos peludas excitaban el terror colectivo. Sobre todo causaban temor sus ojos, agudos y pequeños, porque daban la impresión de que iban a perforar a las personas como una punta de acero; los demás, cuando se encontraba esa mirada, se sentían en presencia de una fuerza feroz, inaccesible al temor, pronta a herir sin misericordia.

-¡Carroña, sal de aquí! -exclamaba sordamente. Sus grandes dientes amarillentos relumbraban en el espeso vellón de su cara. Sus enemigos lo saturaban de ofensas, pero retrocedían acobardados.

-¡Carroña! -les seguía gritando, y sus ojos destellaban, malvados, agudos como un punzón. Luego, levantaba la cabeza con aire retador, y provocándolos, los seguía:

-Bueno. ¿quien desea morir?

Nadie lo deseaba...

Conversaba poco, y "carroña" era su expresión preferida. Así les decía a la policía y a los capataces de fabrica; usaba el mismo calificativo para dirigirse a su esposa:

-Carroña, ¿No te das cuenta de que tengo rotos mis pantalones?

Al cumplir catorce años su hijo Pável, Vlassov trato un día de tirarle de los cabellos. Pero Pável cogió un martillo muy pesado y dijo con sequedad:

-No me toques.

-¿Que dices? -pregunto el padre; camino hacia el erguido y delgado muchacho como una sombra sobre un joven abedul.

-Ya basta -exclamo Pável-: no dejare que me pegues mas...

Y empuño el martillo.

El padre lo miro, cruzo sus manos velludas a la espalda y dijo en tono burlón:

-Muy bien...

Después, con un hondo suspiro agrego:

-Rufián de carroña...

Luego dijo a su mujer:

-Pável te va a mantener, ya no me pidas mas dinero.

Entonces ella se envalentono:

-¿Te lo beberás todo?

-Carroña, eso no es asunto tuyo. Me buscare una amiguita...

No busco amante alguna, pero desde ese instante hasta su fallecimiento, por casi dos años, no le dirigió la palabra a su hijo ni lo volvió a mirar.

Poseía un perro tan peludo y grande como el. El animal lo acompañaba cada día a la fabrica y lo esperaba a la salida por la tarde. Vlassov recorría los cafés el domingo. Caminaba en silencio, daba la impresión de que buscaba a alguien, mirando con insolencia a la gente, a su paso. Todo el día el perro le seguía, el rabo bajo, peludo y gordo. Al regresar a su casa, ebrio, Vlassov se sentaba a la mesa y, en su plato, daba de comer al perro. Nunca le pegaba, ni le reñía, pero tampoco lo acariciaba jamás. Después de la comida, si su esposa no retiraba a tiempo el servicio, lanzaba los platos al suelo, ponía frente a él una botella de aguardiente y, con la espalda apoyada en la pared, con una voz sorda que producía dentera, aullaba una melodía, los ojos cerrados y la boca abierta. Parecía que en su bigote, del que caían migas de pan, se enredaban las palabras vulgares y tristes de la melodía; con los dedos, el cerrajero se peinaba la barba mientras entonaba la canción. Eran totalmente incomprensibles las frases, arrastradas; la canción sonaba como el aullido de los lobos en época invernal. Mientras en la botella había aguardiente, cantaba; luego, en el banco se tendía sobre un costado o colocaba la cabeza sobre la mesa, y de esa manera dormía hasta que sonaba la sirena. El perro se acostaba junto a él.

Falleció a consecuencia de una hernia. Se agitó en la cama durante cinco días, con el semblante negruzco, los párpados cerrados, rechinando los dientes. Le pedía a su esposa a veces:

-Envenéname, dame veneno para las ratas...

El médico recomendó cataplasmas, pero agregó que era necesaria una operación y que, de inmediato, había que llevar al enfermo al hospital.

-¡Al demonio..., voy a morir solo!¡Carroña! -dijo Vlassov gritando.

Cuando el médico fue, su esposa, sollozando, quiso convencerlo de que se dejara operar, él, amenazándola con el puño, le dijo:

-¡Si logro sanarme, las verás peores!

Falleció una mañana, en el instante en que la sirena llamaba a trabajar.

En el féretro, tenía las cejas fruncidas e irritadas y la boca abierta.

Su esposa, su hijo, su perro, Danilo Vessovchikov, viejo ladrón borracho, despedido de la fábrica, y unos pocos miserables del barrio lo sepultaron. Su esposa lloraba un poco. Pável no derramó una lágrima. Los transeúntes que encontraban el sepelio se detenían y comentaban a sus vecinos mientras se persignaban:

-Indudablemente Pelagia debe estar feliz de que haya fallecido.

Corregían:

-¡De que haya reventado!

Tras darle sepultura, todos regresaron, pero el perro permaneció allí, acostado en la tierra fresca, y olfateó prolongadamente la tumba, sin aullar. Lo mataron unos días después, pero nadie supo quién fue...

La MadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora